Miguel Ángel Rodríguez: «Distintos caminos en la clínica por la palabra»

   Resulta curioso que en estos últimos tiempitos la común falta de “salud mental” desfile por la pasarela mediática replicando confesiones de afamados artistas pop como Alejandro Sanz, Martina Stoessel o Karina La Princesita. A mediados de julio en charla con el youtuber Juanpa Zurita nuestra Lali Espósito expresaba: “Vengo de pasar un momento de mucha ansiedad… Recién a mis 30 años pude decir ‘no puedo’. Para empezar, no sabía decir que no, que es un gran problema, y segundo, no sabía decir ‘no puedo’. ¿Cómo que yo no puedo? Si yo puedo todo. Está todo bueno pero cuando te empieza a dar una taquicardia y te tiembla el brazo decís: ‘che, esto es raro, debería chequear con un profesional…’»
   Anticipando que la orientación psicoanalítica no conduce a pretender pasar de la “impotencia” a la ilusoria “potencia” sino a tomar registro de la “imposibilidad” y arreglárselas con ella, sinteticemos un trazo de historia:


   Como médico abocado a las neuropatías y en la senda de otros (Breuer, etc.) Freud comenzó a abordar ciertos cuadros sintomáticos utilizando la hipnosis clínica, hasta fundar el Psicoanálisis.
   El “descubrimiento” del inconciente conmueve la vigencia del “dualismo” cuerpo-alma. Ya no se trata de que no somos sólo “organismo” pues hay también “psique”, sino de ubicar en nuestro ser de bichos simbólicos, en nuestra anómala condición humana, el existir del inconciente –inexorablemente anudado a la sexualidad, al cuerpo pulsional-.  
   Cross decisivo a la mandíbula del “yo” hiriendo su “narcisismo”; siempre empecinado en creerse todo uno conciencia, patrón de su estancia, autónomo en voluntad y libre en albedrío, dueño y señor de sí mismo; admitir la intervención de una “Otra escena” que a sus espaldas él desconoce, que lo maniobra casi cual marioneta de un guión sin titiritero, definiendo al sujeto del –sujetado al- inconciente.
   Hecho que con embargo cualquiera, cuando llevado por las circunstancias se arroja al diván de la asociación libre, advierte.
   A fines del siglo XIX Freud expuso rigurosamente la “etiología” de lo que llamó “Neuropsicosis de defensa” ante la comunidad científica de la época; la cual no pudo no avalar tal presentación, aunque esgrimiendo un reparo defensivo: que si los síntomas de los «enfermos» podían explicarse por el “inconciente reprimido/sexual”, éste verificaba su presencia sólo en ellos, y no en el resto mayoritario, los «normales»…
   Paso seguido, “La interpretación de los sueños”, “Psicopatología de la vida cotidiana”, “El chiste y su relación con lo inconciente”… Escritos donde Freud revela el funcionamiento, las leyes (“condensación” y “desplazamiento”) que operan las formaciones del inconciente: el síntoma también integra esa serie, pero… ¿quién no sueña, no olvida, no suelta un chiste, no comete un lapsus, un acto fallido?
   Ello, además de cuestionar la obviedad que frontera salud y enfermedad, demuestra que el inconciente determina a «todo» ser humano parlante, constituyendo a la vez la singularidad inigualable de «cada uno».
   En ese marco Freud define al Psicoanálisis como “la cura por la palabra”.
   Ahora bien. Es irrefutable que a lo largo de la historia de la humanidad siempre hubo prácticas “curativas” a través de la palabra; y que hoy hay en oferta un abanico de “psicoterapias”.
   Esbozaré aquí dos o tres coordenadas tendientes a ubicar de manera clara, rudimentaria, la índole diversa, la especificidad tan radical (como austera) de la “praxis psicoanalítica”.


   Pongamos que en estado de “trance” Fulano reciba la “orden hipnótica” de buscar y abrir su paraguas a las 17 horas. Eso hará él al sonar cinco campanas y si le preguntáramos por qué, encontraría algún argumento –probar cómo anda el referido artefacto, evitar las molestias del sol o de eventuales goteras- desconociendo aquello que lo determina.
   Freud podría parangonar así la eficacia de las representaciones reprimidas, el dominio del inconciente –del “discurso del Otro”- sobre el sujeto.
   Pero afirmando tajante que su abandonar la “hipnosis” fue condición para iniciar el “psicoanálisis”; que hay una relación de exclusión, de “lo uno o lo otro”, entre la “sugestión” y la “intervención psicoanalítica”. (Lacan retomará tal planteo al exponer el discurso del Analista precisamente como el “envés/revés” del discurso del Amo.)


   Alguien solicita una consulta, empieza a contar lo que le aqueja, el analista escucha y cada tanto dice algo. El suceder de un análisis –y el lazo entre analizante y analista- es cardinalmente un hecho de “palabra”, sí; pero no cualquiera.
   En nuestra cultura donde la “opinión” (personal/pública) reina, conviene advertir que el psicoanálisis no se instituye ni despliega como intercambio de opiniones o pensamientos de dos “yoes”.
   Del lado del analizante –lo llamamos así en vez de “paciente” pues aunque padezca a él le toca “accionar” el trabajo de analizarse-, la asociación libre. “Regla fundamental” de cada análisis, ese decir “cualquier cosa, lo que se le ocurra”; ese partir de algo que interpela al sujeto, dejándose llevar por la palabra. Que “tropezará” con algún “dicho” dicente, algún lapsus que evoque “Otra escena”, que porte cierto “saber” o produzca cierta “verdad”, distinta a la voluntad o “intención de decir” lo que el yo conoce o piensa.
   Del lado del analista, la neutralidad de su persona –no estamos ahí para intervenir con nuestra opinión o colonizar con nuestro juicio-. La atención flotante de cierta peculiar escucha; y ese decir peculiar, la interpretación psicoanalítica.


I)   En el número “Desobediencia” Devenir111 entrevistó a la psicoanalista Analía Kalinec. Fundadora de “Historias Desobedientes”, su andar se hirió en el 2005 al enterarse de que su padre, era el genocida “Doctor K” luego condenado por crímenes de lesa humanidad a cadena perpetua.
   Ella relata una instancia de su análisis, cuando cuenta el padecer, el sentir que no podía avanzar en la vida porque siempre se topaba “con una pared”. A lo cual su analista intervino: “Pared se escribe con las mismas letras que padre.”
II)   Flavio comienza narrando los avatares de un consumo que, se sorprendió al decirlo, a los 36 años ya superaba la mitad de su camino. Y que desde un tiempo atrás esquivo de precisar, pero esa era la cuestión, venía hundiéndolo barranca abajo cada vez más, con un frenesí sin freno; complicando su trabajo, sus lazos con otros, oscureciéndole mal los días. Avanzadas las entrevistas fueron surgiendo y ganando terreno en su relato desacoples cotidianos, un episodio –antecesor del consumir desmedido- cuya decepción había negado, un malestar cierto con Florencia, su pareja conviviente. Hablando de lo que anhelaba de “ella” –solía referirse así respecto a su partenaire mujer y/o a su partenaire cocaína- despertó en él el recuerdo de un sueño-pesadilla reciente:
  “Salgo de mi casa, la casa de Virrey del Pino donde viví de pibe, la cabaña que alquilé con Flor aquella vez hace dos veranos. Voy por un sendero hacia el mar. Pero se hace de noche, me apuro, no llego. Veo una piedra negra, chica, quema; quiero trosnarla…” –quiso decir “tomarla”-. “Trosnarla”, acoté.
   En el marco que va de “El emisor recibe del receptor su propio mensaje bajo una forma invertida” [1] a “Apunta a lo real” [2], la intervención analítica se pronuncia según arquitecturas diversas.
En este caso, los efectos en el analizante –ese “eureka”, ese impacto que toca el cuerpo y «divide al sujeto» a nuevas “cadenas asociativas”-, verifican que la sanción del “significante” trosnarla –enigmático en su significación aunque la letra incluya al apodo de su abuela, ajeno al diccionario de la RAE, casi oracular en su hermetismo escrito- operó interpretación analítica [3].


   Es tal la especificidad de la práctica psicoanalítica que esta constituye un “Discurso” entre los cuatro que se “formalizan” como tales: del Amo, de la Histérica, de la Universidad –del Pedagogo-, del Analista.
  No desplegaré aquí sus elementos y movimientos, la urdiembre lógica involucrada. Me valgo de ellos para sesgar rústicamente que cada “discurso” define una noción de “síntoma”; un tipo de “lazo”, de relación entre los partícipes; un lugar y uso del “poder” y del “saber”; un “modo” de la palabra.
   Desde la perspectiva del discurso del Amo el síntoma tiende a ubicarse como un asunto “normativo”; el paciente como descarriado o carente de ley que gobierne su posición o conducta a lo que corresponde o se debe; el terapeuta como quien tiene la potestad de impartir lo que conviene o hay que hacer; la palabra interventora como “indicación”.
   Desde la perspectiva del discurso del Pedagogo el síntoma tiende a ubicarse como un asunto “cognitivo”; el paciente como ignorante o carente de recursos que adecuen su posición o conducta inteligentemente; el terapeuta como quien tiene la potestad de educar, enseñar la razón o corregir lo mal aprendido; la palabra interventora como “instrucción”.
   La “intervención terapéutica” se orientaría [4] –seamos buenos- desde algo que emula al amor; por “el bien” del paciente, para reducir el dolor, curar/eliminar el síntoma. “Bien” que se entiende universal, y traducible a un “Saber” que además de creerse “Uno” todo simbólico… sería esa especie de psi-cura o sacerdote laico moderno, el terapeuta, quien –vaya engreimiento- lo sabría.


   Más allá de disimilitudes conceptuales y técnicas, las “psicoterapias”, al bascular siempre entre los discursos del Amo y del Pedagogo, modulan de hecho la palabra del terapeuta con su impronta de sugestión, en términos de lo que podríamos llamar “consejo”.
   A diferencia, situar el anagrama “pared-padre” o el significante “trosnarla”, no “aconseja” –no impone ni instruye-: “interpreta”; escucha, lee, “des-cifra”. Ese «saber» (castrado, agujereado), cuyo «poder» de sugestión/sujeción es del inconciente –y no del analista-.
   Tratándose el inconciente de un saber “no sabido”, que “late” y se produce aquí y ahora en la superficie del relato en cada sesión analítica, hendiendo la palabra en el devenir de la asociación libre, el psicoanálisis se constituye como clínica del “caso por caso”.


   En la lógica y tradición terapéutica el síntoma lo es de enfermedad. En el psicoanálisis –que no es una psicoterapia- el síntoma es «síntoma del sujeto» : inscripción que expresa su verdad inconciente, nombre del ser del “sujeto de la falta en ser”, cifra que muerde deseo y goce.
   Es ahí donde la interpretación opera, librando el camino libidinal. No se trata pues de querer eliminarlo, sino de interpretarlo –la cura, claro está, viene “por añadidura”-.
   Con orientaciones literalmente inversas, tanto las psicoterapias como el psicoanálisis logran reducir buena parte del manifestar sintomático. Aún, se constata que aquellas, a título de «fortalecer el yo», conducen al sujeto a «lo peor», fortificando la alienación neurótica que lo sitia. Y que hay ciertos síntomas, posiciones subjetivas, cuya crucialidad sólo el psicoanálisis revela, separa, escribe, re-anuda, modifica.
   Lacan define al psicoanálisis como una “ética”, distinguiéndola de la “moral” del sentido común. El analista no se dirige a adaptar o aconsejar a la persona del paciente desde el Bien; dirige cada análisis por el recorrido singular de cada analizante en la vía del «deseo». Más tarde –el mismo año aunque en lugares distintos- lo define como una “praxis”, y a esta como intervención en lo «real» (la satisfacción pulsional, el goce del síntoma) por lo «simbólico» (la palabra, la interpretación).
   Hay interpretación si produce sus efectos. Hay analista si hay interpretación, acto analítico. Hay análisis si hay analista. Si este se ubica en el lugar de la causa en su “discurso”, por el deseo de realizar el inconciente, el deseo del analista.

[1] Así, la intervención del analista hace que el analizante escuche la palabra por él emitida; volviéndose el analizante receptor del «mensaje inconciente» que a él se le dirije, articulado en sus propios dichos más allá de la conciencia.
[2] Así, la interpretación no se reduce al registro «simbólico», apuntando a la «falta» y a la «satisfacción pulsional» del síntoma.
[3] El caso también expone que el inconciente no es algún sentido oculto en supuestas profundidades, que el analista debiera traducir para desasnar al analizante. La interpretación descifra la materialidad del inconciente, la letra significante en la superficie de lo dicho. Será el analizante quien se pregunte por «qué quiere decir», por la «significación» de trosnarla, relanzando el movimiento de la palabra que lo deviene.
[4] Se evoca aquí el primero de los tres niveles que Lacan ubica respecto a la «dirección de la cura»: el de la política (para el psicoanálisis, «el deseo del analista»); la estrategia («el manejo de la transferencia»); la táctica («la interpretación», la intervención concreta).

Miguel Ángel Rodríguez, psicoanalista, escritor.
licmar2000@yahoo.com.ar

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