Laura Lescano: «Tres historias que son caminos»

El 1º de Enero es Año Nuevo: ¿Por qué?

   No hay cómo hacerse preguntas sobre hábitos y tradiciones. Recorrer hacia atrás los caminos de aquellas festividades populares, de nuestras tradiciones repetidas año a año. La génesis de la algarabía, los símbolos perdidos y ganados, la superposición y la mezcla. Siempre encontraremos sorpresas.

Año Nuevo: Vida Nueva, dicen. Y sí, año nuevo es el inicio de un ciclo lleno de conquistas, batallas, obligaciones con el Imperio y renovación de la Fe en los Dioses. ¿De qué hablo? De nuestro festejo de la noche del 31 de Diciembre. Aunque desconocemos el motivo inicial de nuestro brindis, aunque le hayamos adjudicado nuevos significados y simbolismos, estamos festejando (con Vittel Toné, pan dulce y descorches varios) nada más y nada menos que el inicio de las sesiones del antiguo Senado romano.

Veamos la historia.

El Año Nuevo para los romanos comenzaba el 1º de Marzo. En esa fecha se abría el Senado luego del receso de invierno y esa apertura daba inicio a un nuevo ciclo de 12 meses.

Los nombres de los meses de nuestro calendario provienen de aquellos tiempos. Y el año romano tenía para cada mes su simbología. Marzo, el primer mes invocaba a Marte (dios de la Guerra, gran Dios romano y padre mitológico de los gemelos Rómulo y Remo); Abril por la Diosa Venus, (símbolo, entre otras cosas, de la Primavera, o sea el renacer de los brotes y las flores. «Aphrilis»  significaba en latín: «abrir»). Mayo por Maia (Diosa de la fertilidad). Junio por Juno (Reina de los Dioses). Julio por Julio César; Agosto por Augusto César, el primer emperador. Y luego venían los meses con nombre numérico. El mes séptimo: Septiembre, el mes octavo: Octubre, el mes noveno: Noviembre y el mes décimo: Diciembre. Por último el ciclo invernal se conformaba con el mes Enero por Ianuarius (el Dios Jano o Janus, Dios de los pórticos, los comienzos y los finales) y con el mes Febrero por Februus o Plutón, Dios del inframundo, de las épocas de frío, oscuridad e infertilidad. Esta deidad era central en las ceremonias de purificación que ponían fin al año romano comenzando uno nuevo el 1º de marzo, cuando bajo los auspicios de Marte se abrían nuevamente las puertas del Senado y Roma prometía más gloria y conquistas.

En este calendario inicial y lunar, se buscaba también tener una correlación con las estaciones del año. Comenzar en marzo el año cobraba sentido. En ese mes comienza la primavera en el hemisferio norte y la primavera era buen augurio, símbolo de apertura y renacer. Pero también existía un significado de corte político: era el inicio de las campañas de conquista bajo los auspicios del Dios Marte. Y también era la fecha en que los cónsules asumían sus nuevos cargos en el Senado.

Pasaba el tiempo. Hacia el siglo II AC, las campañas militares se extendían ya lejos de Roma, el Imperio territorial crecía y se complejizaba. Era necesario tener con anterioridad la designación de cónsules y senadores para planificar las conquistas. Fue así como se adelantó la fecha en dos meses y el Año nuevo romano comenzó desde entonces el 1º de Enero. El mes les caía redondo ya que estaba dedicado a Jano, deidad que marcaba inicios y finales. La correlación con la primavera y el renacer se dejó de lado por una cuestión práctica. El año comenzaría en invierno, el Senado trabajaría esos meses preparando las estrategias de dominio y las legiones saldrían a hacer de las suyas unos meses después, en tiempos más primaverales. Marzo dejó de ser el inicio del año y se transformó en el mes en que los ejércitos partían rumbo a la conquista y el control de territorios lejanos.

Julio César convocó en el año 45 AC al mejor astrónomo de Alejandría, Sosígenes, y estableció la reforma definitiva del Calendario: doce meses, 365 días al año, un año bisiesto cada cuatro años ordinarios, comienzo del año en Enero y abandono del calendario lunar por el solar. Dos mil años después manejamos este mismo calendario.

Todo muy bien, muy prolijo, muy ordenado. El 1º de Enero se hacían los festejos de apertura del año, los senadores andaban chochos con sus togas nuevas y sus nuevos cargos, las batallas se iniciaban y se sumaban tierras al Imperio. Pero pasaron los años y nació un tal Jesús en una provincia romana llamada Palestina y este muchacho terminó por desequilibrar la Pax Romana en muy poco tiempo y mediante un grupo de seguidores fervorosos. Todos conocen la historia: Nace una nueva religión; una religión media rara que nadie comprendía en Roma, se opta por tirar cristianos a los leones, hay matanzas, castigos, cárcel, pero nada los hacía cambiar de opinión y seguían firmes con su Fe.

«Si no puedes vencerlos, únete a ellos» dijeron los romanos y el cristianismo se estableció como religión oficial y, bajo tutela del Emperador, se fijaron dogmas, ritos y ceremonias. Nació así la Iglesia Católica y se armó lío otra vez y por unos cuantos siglos.

Una vez más el calendario resultó problemático. El mes de Enero se iniciaba con el tributo a un Dios romano: Jano. Esto era inaceptable para la Iglesia. Tenían a un Dios pagano, para colmo con dos caras, dándole apertura al año. Algo había que hacer.

Corren los años y un día alguien perteneciente a la Iglesia sugirió con tino: el año Nuevo comenzará en Navidad, cuando nació Jesús, o sea el 25 de Diciembre. Gran Solución. Cristiana solución. Ya habían acomodado la fecha de Navidad sobre las Fiestas Saturnales e hicieron nacer a Jesús un 25 de diciembre -porque más o menos fue por ahí-. Pero nada es simple. No todos aceptaron Navidad como Año Nuevo. No gustó tanta síntesis. Navidad debía ser Navidad y punto. Que el año empezara otro día. No se sabía cuándo. Por tradición se seguía reconociendo desde el 1º de enero, pero por rechazo al paganismo de esa fecha no se legitimaba el día. Durante la Edad Media, esos tiempos de controversias, ortodoxias y heterodoxias, se festejaba, por ejemplo, Año Nuevo en Pascuas. Sin embargo esta era una fecha móvil que volvía incierto el comienzo del siguiente año.

¿Cuál fue el resultado? Dieciséis desordenados siglos de Calendario Juliano (recordemos que la confección del mismo fue por iniciativa de Julio César, de ahí su nombre) El calendario sobrevivió a todo: credos, Iglesia, monjes, astrónomos, reyes y santos. Y pasaban los años y ahí andaban los europeos festejando el Año Nuevo como en cinco fechas diferentes.

Pero un buen día llegó el Papa Gregorio XIII. En pleno siglo XVI (hace tan solo cinco siglos) se realizaron ciertas reformas que correspondieron a estudios astronómicos más precisos. El Calendario pasó de llamarse Juliano a llamarse Gregoriano y se estableció el 1º de Enero como fecha definitiva de inicio del año. Esta fecha se ajustaba bastante bien al ritmo de las estaciones y se podía decir «cristianamente» que ya no respondía al Dios Jano o a la Apertura anual del Senado Romano, sino al día de la Circuncisión de Jesús. Tal cual. Año nuevo sería el festejo de la circuncisión de Jesús. Punto. Era, pongámosle, una mera casualidad que justo el 1º de enero de los romanos paganos coincidiera con este 1º de enero cristiano. O así lo deseaba ver la Iglesia. El meollo de la cuestión era que la fecha estaba tan arraigada en las costumbres populares que no había modo de cambiarla. Recordemos que ya se habían hecho intentos de iniciar el año en Navidad o Pascuas y no habían prosperado.

Un accionar muy católico siempre fue resinificar aquello que no se puedía erradicar o modificar. Si el 1º de Enero estaba tan enraizado en el imaginario popular como el día de inicio del año, pues bien, dejémosle, pero reescribamos su significado.

La fecha les vino bárbara. Si Jesús nació el 25 de diciembre, el 1º de Enero es una semana después, tiempo estimativo que los judíos esperan para realizar la circuncisión de los niños. ¡Listo! Algo cristiano pasó ese día. En realidad los judíos esperan ocho días y Jesús tendría siete días el 1º de Enero, pero no vamos a ponernos puntillosos. Algo había que decir para dejar de festejar tanta pompa romana. Algo relacionado con Jesús debía haber pasado el 1º de enero. Y bastante bien le salió a la Iglesia todo este arreglo ya que, hoy por hoy, nadie sabe por qué festeja año nuevo un 1º de enero. Es verdad que nadie imagina que está festejando la circuncisión de un niño, pero a la Iglesia le basta con que se olvide el significado pagano. Que nadie recuerde al Dios Jano es un triunfo, hay que reconocerlo. Pero la impronta romana aún no se ha borrado. Aquella civilización marcó culturalmente a enorme cantidad de pueblos de un modo asombroso. Sus fiestas no han podido ser desterradas. Solo y mediante la fuerza se han podido resinificar sus festividades. La Iglesia batalló teológicamente, ideó un sinfín de nuevos significados y castigó a los rebeldes con persecuciones. Una verdadera batalla cultural contra un Imperio que pese a no existir en términos políticos era imposible de borrar en términos culturales.

Hoy en día, el significado del año nuevo se desconoce. Nadie se pregunta por qué es ese día. Se acepta como establecido y se lo celebra sin mayores preocupaciones. Muchos ignoran lo de la circuncisión de Jesús como suceso clave que marca el comienzo del año y otros tantos, quizás más, desconocen que a las 00.00 hs del 1º de Enero se inicia la apertura del Senado Romano. Ahora bien, el significado real es este último y no se ha podido cambiar. La Iglesia tuvo que dejar el 1º de enero como fecha de celebración e inventarle un significado más pío. Pero los siglos han descristianizado el día. Lo que resulta indiscutible es que la noche que transcurre entre el 31 de diciembre al 1º de enero los pueblos festejan con gritos de «¡Felicidades!» y «¡Buen Año!» y una ritualidad que no se basa ni en rezos y ni en los recuerdos de una circuncisión sino en brindis, comilonas, música y fiestas, como a cualquier antiguo romano le hubiese encantado. Los modos romanos son, luego de tantos siglos y pese a tantos intentos de desterrarlos, los grandes triunfadores.

Incienso: el divino aroma

Dios se huele. Dios es un concepto complejo y una fragancia. Y su perfume, desde hace milenios y para muy variadas culturas, es el incienso.

Católicos, ortodoxos, budistas, hindúes, egipcios, antiguas culturas de México, romanos, griegos, judíos, africanos, japoneses y abisinios, todos perciben mejor a sus dioses cuando esta resina arde.

Los antiguos pueblos hebreos lo llamaban lebonah; los griegos, libanos; los árabes, luban; los romanos, olibanum, todos son términos que significan “leche”. La gomorresina que se obtiene del género de árboles llamado Boswellia es blanca, lechosa y aromática, de ahí esta denominación. No obstante, llegó a nosotros como “incienso”, vocablo que proviene de incensum, que en latín significa arder, encender e iluminar.

Para los griegos, el incienso tuvo su mito. Esa resina perfumada que encenderán a sus dioses tenía una historia atrás. Leucótoe fue una princesa mortal, hija del rey Órcamo y la ninfa Eurínome. Nada menos que Helios, el dios del sol (Apolo, para los romanos), se enamoró de ella. Leucótoe fue seducida por Helios, quien, disfrazado como su madre (vaya simulacro), logró penetrar en su alcoba. Pero el amor de este dios era preciado también por una ninfa, Clitia. Ella lo espiaba diariamente cuando él partía en un carro dorado desde su palacio, al amanecer, hasta que llegaba al oeste por las tardes. Helios la descubrió y se convirtieron en amantes. Sin embargo, pasado un tiempo, el dios sol pondría su atención en la princesa Leucótoe… y la historia de romance se convertiría rápidamente en tragedia.

Sí: las famosas tragedias griegas. Clitia, celosa, le fue con el chisme a Don Órcamo, el padre de Leucótoe, y este, que había tenido un pésimo día, se enojó tanto con su hija que decidió castigarla enterrándola viva. Helios, desesperado, intentó salvarla pero ya era tarde cuando lo supo, entonces la transformó en un árbol que daría eternamente un perfume divino: el incienso. ¿Qué le hizo Apolo a la ninfa celosa? Ah, dulce venganza de los dioses…

Apolo no hizo nada. No hizo absolutamente nada. Con sublime frialdad la condenó al peor de los castigos: la indiferencia.

Ella, desesperada por no ser ni siquiera objeto de su furia, se quedó día tras día contemplándolo, viéndolo pasar por los cielos. Y  así murió, de amor, absorta, hasta quedar convertida en heliotropo, o sea en un girasol. Y mientras la desdichada Leucótoe se convertía en fragancia divina, Clitia quedó presa del castigo de su amado, condenada a mirar al dios sol que cruza el cielo, indiferente a su amor y adoración perpetuos.

Este mítico nacimiento del incienso en la antigua Grecia cobró otros aires al expandirse por el Mediterráneo. Vayamos a Roma. Aquí el incienso se utilizaría para ceremonias y apoteosis.

Este fastuoso ritual era de origen Caldeo teniendo también vigencia entre asirios, persas y egipcios. Al pasar a Grecia, surge la palabra apoteosis, que significa “contarse entre los dioses” y los romanos la adoptaron para elevar a un humano (generalmente un emperador) al rango divino.

Entre nubes de incienso algún líder romano era objeto de una adoración casi perversa. Se le rendía estos honores generalmente en las fiestas funerarias, como lo fue con Julio César, pero rápidamente esta ceremonia colectiva ensalzaría la figura de algún prominente romano aún con vida e incluso, en ocasiones, a algún favorito de la corte. Augusto César, fue el primero mortal que aún joven, recibió pleitesía como si fuera un dios. La desmedida adulación, los banquetes y fiestas e incluso la inmolación de víctimas formaron parte de esta veneración colosal.

Los cristianos primitivos se negaron rotundamente a ofrecerle incienso al emperador y desobedecieron el decreto senatorial que imponía la obligatoria asistencia a la ceremonia apoteótica, lo cual significó para ellos innumerables condenas a muerte y el nacimiento de los mártires.

En esta nueva religión el divino incienso estaba solo destinado a honrar al dios único e incorpóreo del cristianismo.

Vamos comprendiendo de dónde sacó la Iglesia Católica eso de quemar incienso. Ella reciclará gran cantidad de liturgias del Imperio Romano, sus símbolos y ceremonias; convertirá a los dioses en santos, retomará colores, gestos, calendarios y también adoptará sus perfumes. Para los romanos el incienso aún estaba conectado con el mito griego. El incienso era entonces la transmutación del amor de una joven hacia el dios Sol, Apolo. Amor a lo divino expresado en un aroma. Y por tal motivo, honrar al Emperador divinizado conllevaba la primacía del aromático incienso. De esta manera, Roma asocia astrológicamente a esa resina perfumada con el astro y en los signos zodiacales, Leo, queda vinculado con el sol. El cristianismo establecerá con el tiempo una síntesis entre la vieja relación del sol, lo divino y el incienso adaptándola a la nueva fe monoteísta.  El día del sol, el domingo, se asociará con la adoración divina del dios único; y ahí, una vez más, encontramos al incienso, perfumando las ceremonias de la misa. 

El Antiguo y el Nuevo Testamento también hacen referencia al incienso como aquel humo fragante que posibilita la elevación de las plegarias hasta el reino de los cielos. Parece ser que la elevación de ese humo blanco y delicioso que connota purificación es el vehículo para que nuestros llantos y pedidos arriben al paraíso. Por lo tanto Dios, más que escucharnos, nos percibe como fragancia etérea, fragancia que ruega.

Los Reyes Magos, cómo olvidarlo, le hacen entrega de obsequios al enviado de Dios, Jesús. ¿Y qué le traen? Oro, incienso y mirra. La simbología de los regalos ofrecidos a un niño profético no es precisamente un baby shower. La tradición de raíces zoroástricas seguidas por los tres reyes implicaba que lo regalado al “hijo de Dios” sellaría su destino. Así el significado de los obsequios fue: oro, el poder; incienso, la divinidad y mirra, la muerte dolorosa que presagiaba la elevación celestial del Enviado.

La historia del incienso es amplia y bella. Podríamos hablar de la ruta del Incienso que iba desde Egipto a India, pasando por Arabia. De la simbología del incienso durante la Edad Media y sus asociaciones con Hermes Trismegisto y la alquimia. Podríamos espiar la complejidad de sus connotaciones presentes en el Apocalipsis de San Juan o hablar del perfume del Renacimiento, el Benjuí, realizado con incienso de Sumatra y Java y que supo ser un obsequio muy preciado entre sultanes de Oriente e importantes señores de Venecia y Florencia allá por el siglo XV. O también podríamos irnos a Japón y conocer la ceremonia del Incienso, el Kodo, una de las bellas y sutiles artes del Japón antiguo junto con la ceremonia del té y el Ikebana.

Yo prefiero quedarme con un recuerdo personal: Una tarde de invierno recorriendo el antiguo mercado de Luxor, en Egipto. Un pequeño negocio, escondido entre callejuelas, y la maravillosa experiencia de comprar incienso puro, en cristales, a la antigua.

Viajar con él por meses envuelto en un sobre de papel protegido por una tela azul dentro de una caja roja. Sentí el vértigo de estar realizando una acción atemporal, algo que tantos mercaderes del pasado habían hecho. Así viajé, llevando un tesoro de Oriente con el que crucé mares y océanos con el objetivo de regalárselo a mi madre. Ella me había contado sobre los desiertos mágicos. Creció entre nosotras una narración propia y poética de cómo serían aquellos lugares. Observando láminas antiguas y consultando libros y mapas habíamos viajado muchas veces mientras tomábamos un té de madrugada en el comedor de casa. Ahora yo estaba allí, en Luxor.  Como parte de un ritual íntimo, seleccioné un puñado de incienso pensando en ella.

Finalmente, me alejé del Nilo y regresé al sur con mis pequeños tesoros. Una tarde de sol radiante fui a visitarla. Me senté junto a su tumba y le entregué aquellas piedritas perfumadas mientras le contaba una historia, parecida, tal vez, a la que acabo de narrar.

Enamorada (Cuento)

Lo supe desde esa noche. Era él. Su mirada cambiaba con los destellos de la luz de la chimenea.

Nuestro encuentro, algunas semanas antes,  había sido casual, tan fortuito e inesperado que no pensamos volver a encontrarnos.

Pero sucedió. Nos habíamos buscado, nos habíamos esperado. Estábamos solos, frente a frente.  Hablamos durante horas. Nos reímos, nos confiamos secretos, queríamos saberlo todo el uno del otro. Súbitamente, nos quedamos en silencio. Mi mirada quedo atrapada en la de él. No pudimos hablar ni movernos. Luego de unos minutos sacudimos rápidamente la cabeza como quien despierta de un sueño. No sabíamos qué decirnos y queríamos decírnoslo todo. Sonreímos. No podíamos explicarlo pero lo sabíamos. Éramos nosotros, solos nosotros.

Llovía. Nos despedimos en la puerta del aquel café necesitando volver a vernos. Creímos en la predestinación. Confiamos en el futuro. Y era tan grato escuchar cómo nuestras voces se mezclaban con la tormenta.  Anhelé conocer la textura de su piel pero no toqué sus manos. Quise acariciar su cabello corto, rizado y que su rostro descansara sobre mi hombro y que aquella medianoche se transformara en una siesta de verano. Nos despedimos entre promesas. Estábamos llenos de posibilidades, todos los caminos felices eran nuestro destino.

Llegué a casa. Sonreí con la espalda apoyada en la puerta recién cerrada. Me sentía tan vital, tan única.

Deambulé una rato por la casa fumando un cigarrillo. La noche avanzaba y la lluvia se estremecía allí afuera. Entré en mi habitación, me acosté, apagué la luz. Con los ojos cerrados recordaba cada palabra y cada gesto. El silencio era reconfortante, envolvente y me permitía recordar el color de su mirada, el tono de su voz.

Súbitamente, salí de mi ensueño. Habían pasado tan solo unos minutos cuando escuché aquel extraño sonido. Un rasguño sobre el piso, fuerte, nítido, lento.  Supuse que era mi gato, iniciando sus juegos de madrugada. Me encogí de hombros y me acurruqué con una sonrisa en los labios. Pero una vez más el rasguño se pudo escuchar ahí mismo, muy cerca de la cama.

Estiré mis piernas y sí, sentí el cuerpo de mi mascota echada sobre el acolchado, cuando por tercera vez algo arañó el piso. Un terror absoluto se apoderó de mí. Mis ojos se abrieron exageradamente en la oscuridad sin lograr disiparla.

Muy lentamente saqué una mano por debajo de las mantas para encender la luz junto a la cama. El movimiento fue penoso y difícil, como si mi brazo se abriera paso a través de un fango espeso.

La tenue luz amarilla del velador iluminó el cuarto. El horror más inverosímil estaba frente a mí.

Un ser delicado, frágil, alto, en cuclillas, me miraba fijamente desde un rincón de la habitación. Su piel era pálida, algo gris, algo rosada. Sus ojos perfectamente negros y brillantes estaban fijos en mí. Sus largos brazos descansaban cruzados hacia adelante sobre sus rodillas. Sus manos de dedos afilados caían delicadamente sobre sus pies desnudos y, con descuido y ansia, de tanto en tanto, se movían y llegaban a rasgar el piso.

Mi gato levantó la cabeza, lo observó, ronroneó y volvió a dormir. El visitante no se fijaba en él, solo en mí, insistentemente, con una mueca parecida a una sonrisa victoriosa.

Mi corazón golpeaba con tal violencia mi pecho que me hacía sacudir. Todo el cuerpo parecía latir frenéticamente. Sentí calor en las mejillas y presión en las sienes. Estaba segura que perdería la conciencia. No podía concebirse mayor horror que aquel ser, observándome desde el otro lado de la habitación. Un alarido quedó mudo en mi garganta.

Él levantó una mano y cruzó uno de sus dedos sobre su boca indicándome: silencio. Luego, con sus profundos ojos negros fijos en mí, me señaló. Su mano huesuda, me apuntaba como el filo de una navaja a punto de apuñalar. Mi estómago se contrajo en un espasmo de pavor. Entonces, me habló.

Pude reconocer su voz. Era la mía, algo más ronca, algo más antigua, algo más lejana.

-Me llamo Amor- dijo, como una sentencia, como un aviso.

Una fragancia exquisita invadió la habitación asfixiándome. La luz se apagó. Quedé sumida en una completa oscuridad, fragante y casi tibia. Estaba mareada, no podía respirar.

Lo último que escuché fue el crujir de su cuerpo al ponerse de pie. Sus pasos veloces resonaron sobre el piso de madera cuando cruzó la habitación, corriendo.

Y entonces saltó sobre mí, devorándome a tarascones.

Laura Lescano, historiadora, escritora, docente, criminalista. Orientación en historia intelectual, análisis de discurso histórico e historia de las mentalidades.
Instagram: apolo.y.dionisio
Mail: laura.14.historia@gmail.com

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