Miguel Angel Rodriguez: «Noche de Blas»

  El bar Bordeau estaba como suele estarlo cualquier miércoles por la noche.
  Algunas parejitas, amigos que se encuentran, solitarios que van a emborrachar el tiempo, dos o tres chicas contorneando sus siluetas en busca de tragos y dinero, cierta clandestinidad, luz tenue y de fondo, blues bien fuerte.
  Desde un costado de la barra mirando hacia el salón, Blas Heredia, taciturno, whisky en mano, se sorprende y emociona cuando ve ingresar a El Goi Jared Spiegelman.
  Mientras lo saluda alzando un brazo, repasa mentalmente con vanidad secreta las escasas ocasiones en las que la vida los había juntado.
  Pero el desplante, la indiferencia de Spiegelman fue tan palmaria… que precipitó a Heredia hacia el espejo más próximo para verificar si en efecto él estaba allí; o si la imagen siguiera representándolo en su forma característica, poco agraciada aunque humana; o en su defecto ya devolviera la verdad de su ser, que con frecuencia y razones conjeturaba similar a un potus o un perchero.
  Se debatía en ello cuando intuyó un sonido mudo, disparando un viento.
  Sutilezas de su profesión singular, la piel se le erizó de inmediato, las venas de adrenalina. Reflejado vio el instante preciso en que una bala certera hacía añicos el rostro de Suiza Montevideo –administrador y tutilicuanti del Bordeau-, cuyo cuerpo cayó del otro lado de la barra.
  Aun cuando su perplejidad duró pocos segundos, más tarde se culparía con vehemencia por tal flaqueza vergonzante, inaceptable en un agente de inteligencia argentino.
  Al girar, algunos clientes desparramados trazaban la estela del surco abierto por el paso de Spiegelman a modo de fuga. Blas concluyó sin dudarlo que acababan de suceder dos cosas diversamente excepcionales, que no deberían haber ocurrido:
  El asesinato de Suiza Montevideo, un histórico confidencial hasta esa fecha intocable por su consabida neutralidad y convicciones –pasaba info a diestra y siniestra sólo a cambio de cuantiosos bitcoins-, irrumpía quebrando reglas acuñadas en cascotes del ex Muro de Berlín, torciendo el paño de golpe, astillándolo.
 Más el hecho azaroso de que él, Heredia, fuera de tal conspiración criminal, testigo.
  Entonces, sintió miedo.
  Se dijo que en determinadas circunstancias incluso los más valientes lo sentían, asumiendo que él no era precisamente uno de ellos. Intentó tranquilizarse recordando que a pesar de su gestualidad, el agente israelí más respetado en el gremio había seguido de largo sin contestarle el saludo. Seguramente por no percatar su presencia de potus o perchero, condición que por primera vez le pareció dichosa agradeciéndole a Dios le haya brindado el don de ser desapercibido.
  Aun, debía retirarse con máxima cautela; no sea que estuvieran esperándolo y lo emboscaran a la salida.
  Le echó un último vistazo a Suiza Montevideo confirmando que estaba muy muerto, se choreó una botella de Jack Daniel’s y enfiló rumbo afuera. De camino, una chaqueta ajena colgaba del respaldo de una silla. Manoteándola en un santiamén, se la puso antes de llegar a la puerta como táctica para camuflar de fisonomía.
  En la vereda un hombre recién arribado estacionaba su Vespa. Se le acercó cual tendiéndole un abrazo, lo inutilizó con un gancho seco al hígado, se subió a la scuter tana y huyó de contramano a los piques.
  Las calles advenían veloces, laberínticas, como en un videojuego.
  Llegado a Liniers, cuando estuvo casi seguro de que nadie le pisaba los talones, decidió pernoctar en un hotelucho cercano a las vías. Fue persuasivo al requerir una habitación individual en el último piso. La revisó de mocha a punta. Cerró la puerta con llave, trancándola con una mesa. Observando por la ventana evaluó los lugares linderos desde donde podían apuntarle, bajó la persiana y comenzó a moverse en ese espacio diminuto de modo de sortear posibles rifles judeotelescópicos con mira nocturna.
  Estaba tenso, confuso.
  Era claro: debía pensar.
  Típico en él ante una tarea difícil, lo urgió cierta impulsión a ducharse.
  La temperatura del agua le trajo vapores de sosiego, que se fueron enseguida: luego de hurgar sin éxito, maldijo en veinte idiomas al conserje y al Imperio Británico porque no había ni una toalla.
  Pero pensó, sí.
  Que quizás pudiera secarse con la afanada chaqueta.
  En el bolsillo interior, una billetera de cuerina fucsia. Varios billetes de bajo valor, la Sube, dos tarjetas, documento.
  Evidentemente le pertenecía a una mujer –joven, tirando a rubia-.
  Se percibió incómodo. A la altura de la época y de genuina cosmovisión filo progresista, no tenía nada contra los homosexuales. Pero tampoco le gustaba la idea de que alguien lo creyera maricón por andar vistiendo abrigo de otro género.
  En el bolsillo exterior derecho, doblada por la mitad, una hoja.
  La abrió. Llevaba la inquietante firma de El Goi Jared Spiegelman y decía:
  “Te vi. Date por muerto, porteño putita.”
  Blas apretó el escalofrío en un puño.
  Hasta resolver minutos después las líneas de un mensaje cifrado en código Plop -1 Sh, informando a La Side Central lo acontecido.
  Tuvo que enmendar su tropiezo en la escritura del cierre que la Organización exigía para toda nota. Pues a pesar de los años transcurridos y de admitir mayor pragmatismo ético en el presente, continuaba costándole deconstruir aquel “Viva La Patria, El General San Martín y La Compañera Azurduy”, sustituido por el actual “Viva La Empresa, El Mejor Postor y La Mujer Maravilla”.
  Como sea –se dijo-, datear a nuestro Pueblo con semejante primicia es un golazo. De mi parte, el último. Cual si los ingleses nos acosaran durante todo el partido y en el minuto final se la claváramos en el ángulo.
  Por un ratito imaginó recibir una nación de merecidos aplausos, medallas y besos…
  Aunque lo más probable –se dijo- es que el mensaje al llegar se traspapele, no lo reciba nadie, o lo lea une pendeje que se crea inteligente y lo negocie o arroje a la basura.
  Entonces, ya es hora de perder falacias –generosas o cínicas- que imponen al trabajo el sacrificio; y entregarse al ocio, al disfrute vital de goces ciertos.
  Dejó cerca del velador cuatro celulares y un manojo de pasaportes truchos, junto al número de teléfono de una morocha gauchita que había conocido semanas atrás en un bondi.
  Puso su arma –una 38 que sabía usar bien- presta bajo la almohada, recostándose en el catre.
  Sonrió.
  Saboreó el bourbon, de pico.
  Y se dijo:
“Mañana
(Si lo hubiera)
Será otro día.”

Miguel Angel Rodriguez, escritor, psicoanalista.
licmar2000@yahoo.com.ar

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