No puede, por cierto, negarse que el absolutismo religioso, igual que el político, ha encontrado órganos para pronunciar su palabra. Pero no hemos de preocuparnos demasiado por ello. Si la palabra es vida, bastarán enanos para mantenerla; si está muerta, no hay gigante que pueda sostenerla en pie.
Heinrich Heine, (…) Alemania.
A lo mejor son los niños, esos enanos despreocupados, los únicos que formulan preguntas desde un punto de vista puramente contemplativo, del estilo: “¡Mamá, ¿por qué los caballos tienen patas y no ruedas?!”. O quizá sea la pícara naturaleza quien les empuja mediante estas pesquisas aparentemente inocuas a absorber porciones de mundo, aprehensiones furtivas que más tarde formaran parte de las utilidades del adulto. De un modo u otro, fijarse en la forma de preguntar de un niño es en muchos aspectos revelador, debido sobre todo a que, sin estar exentos de malicia, sus interrogantes saltan como catapultas a oídos del más desprevenido de manera inofensiva, provocando todo lo más en nuestras almenas un agudo dolor de cabeza -ojalá los adultos mereciéramos la mayor parte de las veces el mismo tranquilo trato. El caso de los niños, como en el ejemplo recogido antes, nos indica, además, lo difícil que sería enfrentarse a una pregunta que fuera realmente desinteresada y directa, estricto fruto de la primaria curiosidad por el universo que suele considerarse patrimonio de la mentalidad o estado de ánimo filosóficos. Pero lo cierto es que raramente ni siquiera los filósofos responden a preguntas neutrales o gratuitas, seguramente porque el mundo de los adultos -con mayor motivo si uno tiene un prurito reflexivo- es demasiado grande, rico y turbador como para que deje un hueco en los cráneos para alojar la séptima cara del dado, la acrobacia de una pregunta imposible o inaudita, el lujo de una búsqueda sin referente claro. El auténtico patrimonio y ecosistema del meditador es (de aceptarse estas razones sui generis sin el apoyo de otras de mayor calado) el debate antes que la curiosidad, el juego de las respuestas antes que la soledad de las preguntas. De hecho, las preguntas que parecen sostenerse en sí mismas suelen expresar la demanda de una respuesta precisa, a la que prefiguran ya en la consistencia, dirección y sentido de su interpelación. La pregunta es una función de interpelación que lleva consigo un tono característico: el tono de la indignación, la perplejidad, la exhortación, etc. En tanto que el pensamiento comienza por un preguntar, busca el lugar de las posibles respuestas y con ello aterriza antes o después en el terreno del debate, zafándose del árido monólogo que normalmente es hijo adoptivo de un monólogo anterior de grano más fino. Las preguntas engendran diálogos y propuestas y su evolución tiende a acrecer la bio-diversidad; los monólogos-junior descienden de otros monólogos-senior y su evolución es tendente a degenerar la especie. Es de observar que los niños, por lo general, no son aficionados al soliloquio, y que el tipo de conversación que suscitan entre ellos o con los adultos se mueve en las fronteras de un doble lenguaje correspondiente a una doble intencionalidad. Es decir: el niño quiere hacerse con los términos que maneja el adulto para hablar desde ellos y buscar en ellos la satisfacción o insatisfacción de la respuesta, mientras que el adulto accede a adoptar el lenguaje, el tono y hasta los gestos del niño para procurar entender y suplir su demanda. Ambos desean, además, tanto hacer del gusto del otro algo propio como la viceversa. Semejante feliz circunstancia recíproca es la primera condición de un diálogo “en condiciones”: la voluntaria danza y contradanza de los interlocutores, eso que realizamos espontáneamente con un niño, por suponer inofensivas y no sospechosas sus interpelaciones. Define una actitud que es la ideal para nuestras conversaciones en persona o por escrito: no ponerse en el lugar psicológico del otro (que creemos adivinar en base a algún signo que actúa como prejuicio), sino, en la medida de lo posible, en el lugar de su lenguaje, buscando una suerte de zona intermedia.
Así, el principal defecto de los denostados programas de debate televisivos no es la escasa calidad de las temáticas elegidas o de las mentes privilegiadas que acuden a exhibir allí su atrofiado ego, sino la manera como desvirtúan la tensión subyacente a la oposición de conceptos. Esta tensión aflora en el diálogo y aquí se convierte en lo que con justicia es: la auténtica protagonista del pensamiento por encima de la cerrazón de las opiniones personales, una dama a la que hay que cortejar cuando aparece en vez de tratar de suprimirla por el predominio de una de las opiniones en discordia como solución violenta al dialogo. (Al carecer de nombre y apellidos personales, por no pertenecer a nadie como los personajes de las canciones de Chavela Vargas, la vieja filosofía la denominó “dialéctica”, y la rindió culto en altares profanos). Sin embargo, en los rifirafes televisivos -o parlamentarios-, unos luchan por convencer a los otros para atraerse así indirectamente al público, todos tratan de tener razón como si esta se tratase de una propiedad privada o algo que uno destila por su cuenta (como el dinero o las heces, que para Freud vienen a significar la posesión personal misma en diferentes etapas de la vida), y cada uno teme convencerse de la posición del otro por sí esta transacción enajena su alma en favor de una compraventa especulativa del diablo. Simpatía, pues, por el diablo: hay que darle cátedra hasta al diablo, decía Juan de Mairena, pues si al cabo no tiene razón, si tiene muchas razones que conviene escuchar y asimilar. Y ¡ay de quien tenga personalmente razón y lo pregone!: se verá obligado a aferrarse a ella contra viento y marea, pesada carga cuando algo cambia a nuestro alrededor y pide un entendimiento y una hospitalidad distintas e inéditas. Señalaba Nietzsche que la filosofía es química de los conceptos, es decir, descomposición y nueva conjunción de sus elementos, acciones y reacciones en el preparado de la pura teoría, mezcla y separación de los agentes nocivos en el campo de la experimentación orientada a la práctica investigativa. Seamos inofensivos como los niños y abiertos como los químicos a una sustancia arriesgada pero inocente por sí misma: la palabra viva, en el sentido arriba aludido por Heine.
Existe una cierta obscenidad en la pretensión de decirlo todo en la que no es difícil que acabe incurriendo una charla o disertación de carácter omniabarcante como es la que preside la imagen vulgar de la filosofía, e incluso, desde el antepasado siglo, la practica literaria de la novela. Toda una época de la literatura romántica e interiorista, en efecto, cosechó brillantísimos frutos también a lo largo del pasado siglo y ensanchó masivamente el campo de la novela tanto técnica como temáticamente, aunque a expensas de ese elemento “obsceno” que no conoce barreras en la espeleología de los resortes recónditos de la acción humana. Gracias en parte a ello (y en otra mayor parte a la lógica del mercado) muchos tabúes han caído, hasta el punto de poder afirmarse hoy que apenas resta alguno que no sobreviva más que residualmente o como reliquia de facciones nostálgicas. Desterrados los tabúes de cualquier clase, conculcado sobre todo el derecho a instaurar tabúes en las sociedades occidentales, el discurso encuentra campo abierto para expresar la vida y cualesquiera hechos del destino humano de manera aleatoria y sin restricciones. En este sentido, cualquier tipo de discurso (cinematográfico, sociológico, ensayístico en general…) aventaja a la pura filosofía, que requiere guiarse por un régimen estilístico particular dictado por la oportunidad comunicativa de su forma y la necesidad argumental de su contenido. Los problemas y las cuestiones, los temas y los conceptos que vienen a plantearse correlativamente, se ramifican y reproducen como las cabezas de la Hidra en todas las formas de pensamiento humano que no se imponen a sí mismas la obligada detención que reclama extraer una norma de la fluencia libre con objeto de dirigir una actividad practica organizada. Cada declaración, cada texto o cada mito es la espora de una proliferación proteica, y, de hecho, sólo los muertos no son capaces de dialogo, y esa es su principal penuria. Las almas errabundas del Hades son imágenes sollozantes y solitarias del cuerpo que les dio vida sobre la tierra, y su lamento infinito estriba en que transportan una masa de recuerdos inalterables que ya no pueden ser nunca más reinterpretados ni compartidos. Igualmente, en el bello libro Tout le matin du monde, del cual se recordará la película, el violonchelista ermitaño y jansenista dice tocar no para Dios, que ya tiene Palabra, sino para los muertos, que la han perdido y, en consecuencia, moran en la oscuridad y el silencio. Por otro lado, de vuelta al reino de los vivos, incluso en sentido contrario Unamuno y Machado escribieron sobre el fervor religioso inherente a la blasfemia: el pueblo que acostumbra a blasfemar, y posee abundancia de expresiones de este género, establece, aún por medio del reproche y el insulto, una relación estrecha, cotidiana e individual con la trascendencia ( “Quien habla solo -o blasfema solo, añado- es que espera hablar con Dios un día”, reza un verso de este ultimo).
Pero… ¿Será necesario todavía decirlo? ¡Ea, pongamos en palabras lo inquietante!: quizá todo lo dicho no sea más que una ingenuidad, válida únicamente para la charla o “tontulia” entre amigos, que se hacen como niños hablando, al igual que hablando se hacen adultos los niños, para bien y para mal.
—
° Debo este título -por deformación humorístico/cariñosa de “tertulia tonta”- a Mario Rodríguez, amigo habilísimo, picante y mordaz en la conversación como pocos o nadie, hasta el punto de que, de haber nacido tan solo medio siglo antes, y tal vez en otras condiciones “de cuna”, habría sido sin duda un grandísimo zorro a lo Metternich o Tayllerand del s. XX.
Óscar Sánchez, filósofo, escritor, docente nacido en España donde hoy vive, aborda desde tales campos actualidad, cine, cómic, política…
Correo: tejumin36@hotmail.com