El hombre es la única especie viva que terminará instalada en su propio cerebro. Los expertos en estas cosas dicen que el cerebro humano es el artefacto más complejo del Universo, así que más vale que sirva también de alojamiento. Porque hacia allí vamos, amigos: tras millones de años de usar la cabeza para el control de la realidad ambiente, ahora la tendencia se encamina hacia el repliegue, al modo de la lengua de un camaleón, que vuelve rápidamente a su boca con la presa cazada. Nuestra presa es el mundo entero, y ahora lo estamos deglutiendo. Los pobres y desheredados de la Tierra aún tendrán que usar sus manos durante unos cuantos siglos para arar y sembrar en el desierto (“de lo real”, decía Morfeo), mientras unos miles de privilegiados andaremos recreándonos en el espejismo interior a nuestra mente. Será como una nueva forma de ascetismo futurista: relegar al cuerpo a sus funciones más básicas para poder vivir plenamente en un espíritu cyborgizado. Aquellos y aquellas que vemos machacarse el cuerpo en los gimnasios de body-fitness ya están en ello, así como los y las que se machacan el espíritu tirando las horas en la videoconsola. Los primeros luchan por conseguir una figura que no sirve realmente para disfrutar más de nada, ni del ejercicio, ni de la alimentación, ni del sexo, sino sólo para reflejarse espléndidamente en el espejo de tres cuerpos de su conciencia íntima podrida por el flujo de las imágenes. Los segundos cada vez se aíslan más en su habitación acorazada, confiados en que el escenario meramente perceptivo (“interactivo”, dicen) del juego computerizado puede reemplazar una vida insulsa por el heroísmo gamer. Pero quien dice una mente dice muchas mentes, colonizándose unas a otras como un arrecife de coral, conectando sus pantallas anímicas al modo como tu compañero de fitness te contempla admirativo o tu colega on line celebra tus jugadas. Con el tiempo, ambos estilos de vida podrían fusionarse completamente, y el individuo del mañana consagrar todo su tiempo a hacer bicicleta estática mientras maneja la videoconsola, o a levantar pesas mientras videa la última serie de televisión de éxito. De hecho, eso ya está ocurriendo, y vivimos cada día más el presente como niños-rata que viajan por la calle mirando el iPhone y con los auriculares puestos…
William Blake escribió: “El hombre se ha encerrado en sí mismo, hasta ver todas las cosas por las estrechas grietas de su caverna”. Eso fue pensado en el siglo XVIII, cuando ya las técnicas iban usurpando el terreno a las artes. Las artes, antes de entonces, constituían también un ámbito interior, puramente cerebral. Vermeer pintaba un cuadro modulando la luz filtrada por su peculiar subjetividad, y Mozart componía una sinfonía escuchándose a sí mismo sobre una mesa de billar. Hemos avanzado mucho en eso de acariciarnos el Ego como si fuese una cámara oscura de imprecisas sensaciones, y lo que nos queda es aprender a desterrar de estos ejercicios solitarios cualquier arista de sufrimiento. No resulta difícil imaginar un día en que la jubilación consista en haberse pagado un fondo de pensiones que permita sufragar al trabajador el acceso a un monasterio de embellecimiento y videoconsolas a tiempo completo. Nadie notaría la ausencia por muerte de alguien, puesto que quizá se haya trasladado de monasterio, o bien haya cambiado de videojuego. Muerte social como darse de baja del gimnasio, como Game Over de la realidad virtual. De todos modos, la muerte acecharía siempre en el exterior, allí donde malviven los soportes orgánicos de cada cerebro y los pobres de solemnidad, que no tienen ni para píldoras del sueño. Oleadas de terrorismo internacional asolarían las ruinas de las viejas grandes ciudades, confirmando a cada cráneoadicto en el confinamiento de su alma. La economía no se mediría ya por dinero, sino por número de visitas, y la vida social tendría lugar en comunidades de contenidos en red. “¡Abre tu mente!”, proclamarían con gran aparato las campañas publicitarias, y entre las cavidades del cerebro se inaugurarían nuevas salas, repletas de delirios y de intensidades, y no cabría ni un alfiler, porque habríamos succionado el mundo como una draga succiona un sucio pantano, y todo lo sólido sería transfigurado en una dimensión alucinógena. En resumen: el seguro progreso de la humanidad nos va a ir tornando en seres muy raros, muy tímidos y, sobre todo, altamente evanescentes…
Óscar Sánchez, filósofo, escritor, nacido en España donde hoy vive, aborda desde tales campos actualidad, cine, cómic, política…
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