Si uno no espera lo inesperado nunca lo encontrará, pues es imposible de encontrar e impenetrable.
Heráclito el oscuro
Esta sala de espera sin esperanza…
Joaquín Sabina
No cabe duda de que la espera es materia literaria y filosófica de gran aliento. Borges la trató a propósito del comentario de El desierto de los tártaros de Dino Buzzati (que, por cierto, tuvo una réplica sin ser citada en la tragicómica película Jarhead de Sam Mendes en 2005), donde la espera es tan fatal y tan abrasadora que Borges la vincula con Kafka -no recuerdo si en relación con Ante la ley, que es una de las cosas más espantosas jamás escritas- y con la escuela eleata, ese pobre Aquiles de Zenón que jamás alcanzará a una pesada tortuga. También Gabo hizo lo propio, con ese coronel que se consume esperando una carta, o los místicos medievales y barrocos de media Europa que aguardaban la muerte como quien está sediento de un elixir tan precioso que deja tristemente atrás los mejores licores del mundo seglar. Ni que decir tiene que en filosofía la espera de un Tiempo Nuevo en el cual el Cielo al fin descenderá sobre la Tierra ha sido el poco disimulado corazón de todas las grandes ideologías que agitaron el s. XIX. Incluso el liberalismo posee su propio sueño situado igualmente en el futuro, sólo que esa ensoñación no se llama ahora “progreso”, sino “prosperidad”. Actualmente las cosas tampoco han cambiado mucho. Las izquierdas apuntan al progreso, imaginando una suerte de redistribución de los recursos y ampliación de los derechos propia de la Utopía de Moro, mientras que las derechas apuntan hacia la prosperidad, imaginando más bien el Jardín de las Hespérides, un glow up histórico y milenarista en que todos los hombres son reyes, sí, pero tan sólo de sí mismos (la Comarca de los hobbits de Tolkien, sin embargo, está, en mi opinión, justo en la intersección entre ambas ideaciones, siendo como es una especie de paraíso igualitario en el que no existe la privación ni la pobreza, pero nutrido de propietarios individualistas, como pregonó el distributismo de los Chesterton 1).
Pero el ejemplo más extremo de narrar la espera del modo más absurdo y desolador no es, como pudiera parecer, Esperando a Godot, de Beckett, sino una película norteamericana dirigida por Sean Penn, El juramento, protagonizada por Jack Nicholson. Porque en el Godot de Beckett el espectador entiende enseguida que no va a suceder, que Godot no va a asomar su nihilista nariz en ningún momento, de modo que se cansa de esperar, y así no hay verdadera espera. En cambio, Nicholson en El juramento espera muy activamente, espera con ansia, con rabia y con determinación, y el espectador se compadece de él, porque nosotros sí sabemos que su espera no tiene objeto, que va a echar a perder estúpidamente su vida para nada. Godot nunca llega, pero no sabemos por qué, será porque Beckett pretendía hacerse el interesante. Pero Sean Penn es mucho más cruel: lo que Jack Nicholson espera jamás podrá ser alcanzado porque ha desaparecido sin que ello haya llegado a su conocimiento. Es como esos soldados o desertores que se escondieron en un bosque -Juan Benet tiene un cuento formidable sobre eso: Numa, una leyenda- y tardaron años o nunca se enteraron de que la guerra había terminado (en la Segunda Guerra Mundial ocurrió algo mucho más terrible: en algunos lugares del frente la noticia de la paz se demoró tres días, y franceses y alemanes se siguieron matando inútilmente). La ignorancia es el estado más miserable al que se puede someter a un ser humano no porque ya sea de por sí malo no saber, es que lo peor es sin duda ni siquiera saber que no se sabe. Malo es no saber ningún idioma más que el propio materno, pero es ignorancia relativa; ignorancia absoluta sería ni saber que existen otros idiomas. Los fútiles protagonistas del Godot de Beckett, esos Penélopes que tejen y destejen palabras desganadas sin que su Ulises retorne a Ítaca, esperan para nada, pero es que Jack Nicholson en aquella película era un ignorante en su modo absoluto, puesto que esperaba desde la nada…
La espera es un presente enrarecido, y por eso es profundamente poética. Como es necesariamente triste y gravosa como una mansión abandonada, el lirismo la atraviesa de punta a punta. El que espera desespera, dice la frase hecha, y es una frase no poco poética al margen del juego de palabras. Mi padre solía decir, cuando se enfadaba mucho con alguien, que no pasa nada, que no hay problema, que sólo tienes que sentarte a la puerta de tu casa y tener paciencia hasta que veas el cadáver de tu enemigo pasar. La espera es hondamente poética también porque es literalmente imposible esperar lo peor. Se “teme” lo peor, pero esperar se espera siempre e indefectiblemente lo mejor. Un preso en el cajellón de la muerte o un anciano en una residencia geriátrica no están, técnicamente, esperando la muerte, como sí lo hacían, o eso decían, los místicos. Lo que hacen, sí acaso, es dejarse llevar, flotar en un tiempo inerte, mirar hacia atrás y cerrarse al futuro. Por eso la espera es intrínsecamente esperanzada, mira sin cesar hacia delante, o se compondría de un estado de ánimo flácido, abúlico. Esperar cansa, pero peor es no esperar nada.
Personalmente me gusta mucho el final del Náufrago de Tom Hanks -que es de él, ya que no sólo la protagoniza casi en exclusiva sino que la idea fue suya. Su vida ha, realmente, naufragado por completo a causa del naufragio náutico, pero él piensa para sí mismo que al igual que una mañana la marea de la isla desierta le trajo la pared de un baño portátil con la que pudo escapar, de la misma manera si tiene paciencia y espera tal vez otra marea le traiga una vida nueva, tan rica como la anterior. Quizá el único pecado totalmente imperdonable sea el de perder la esperanza…
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1 Algo semejante sucede con el uso político actual de los términos “concordia” y “discordia”. A los conservadores les gusta llenarse la boca de chuletones al punto de “concordia”, porque ¿qué bicho malo podría estar en contra de la concordia cívica y social? También Aristóteles en su momento apoyó la concordia, lo curioso es que venga ahora a defenderla gente que al mismo tiempo predica la lucha por la vida, la meritocracia y la competencia económica sin cuartel. Pero el argumento está bien pensado. La derecha está a favor de la concordia en el sentido de que la izquierda concibe la lucha no por la vida, sino de clases, y por tanto lo que instila es una guerra civil permanente entre los miembros de una comunidad, y eso sin duda es fomentar la discordia. Para cambiar las cosas en una sociedad dada, en nombre de un estado de cosas mejor, hay que movilizar a la gran mayoría de la población, lo que, naturalmente, pone siempre nerviosa a la “gente de bien”…
Óscar Sánchez, filósofo, escritor, nacido en España donde hoy vive, aborda desde tales campos actualidad, cine, cómic, política…
Correo: tejumin36@hotmail.com