Óscar Sánchez: «La pesadilla que se muerde la cola»

No me extraña que Occidente vaya al reino de los muertos en un carrito de la compra. Desgraciadamente, Philip K. Dick ha muerto.

Michael Bishop

Vivimos en una puñetera burbuja, y lo sabemos, al tiempo que no lo sabemos.

Pero estamos encantados de conocernos. Como civilización, quiero decir, en tanto que nos tenemos por el producto más refinado y descreído del modelo de las democracias liberales que triunfaron en la Segunda Guerra Mundial. Esto, como tal, podría ser común a todas las épocas históricas, como señalaba Ortega y Gasset en una nota breve de su “Almanaque”. Pese a echar de menos una presunta Edad Dorada, todos los momentos puntuales del pasado se han considerado a sí mismos en gran medida felices, o más felices, por lo menos, que los desgraciados palurdos de la cultura de al lado. Como decía en su viñeta de El País, El Roto hace un tiempo: “mi barbarie, cultura; tu cultura, barbarie”. No es tan extraño, al fin y al cabo basta con el simple hecho de haber nacido para sentirse implicado y absorbido en un mundo determinado, que es aquel que hemos heredado nos guste o no, y habría que ser realmente raruno, un bicho anómalo y casi coleccionista de armas, para sentirse del todo ajeno, marginado y aislado en él, como se sentiría un másai africano en la corte del Rey Arturo.

En este sentido, nuestro hábitat natural como la especie metamórfica que somos es siempre el presente, por definición, por muchos agujeros negros y pavorosos que horaden tal presente (me viene a la cabeza la frase que Steve McQueen deja caer a Jacqueline Bisset en Bullit, cuando le advierte paternalmente de que no se fie, de que “más la mitad del mundo es una cloaca…”, o algo parecido) Pero nosotros, hoy, estamos especialmente satisfechos, nos creemos los más listos, nos lo hemos montado fetén. No hemos vivido ninguna guerra, los que pasan hambre y miseria son otros, nosotros somos los receptores afortunados y acríticos de todo tipo de innovaciones tecnológicas y espectaculistas, y además somos sin duda los protagonistas absolutos de la modernidad en la historia humana, los modernos radicales y absolutos. La modernidad no es un periodo de la historiografía que pueda o no haber acabado, si es que alguna vez tuvo realmente lugar, y no es tampoco un estilo artístico más o menos vanguardista o posvanguardista, la modernidad es antes que nada un modo de vida que siempre y a cada paso experimenta todo como al límite de sí mismo. La modernidad, o la ultramodernidad, es ese género de vida colectiva que a cada instante se estremece de emoción poniendo su pie tembloroso en el futuro, y eso incesante y frenéticamente. Estamos encantados de conocernos porque creemos vivir en una perpetua víspera -y ya se sabe que el día más feliz es la víspera…-: si el presente es estimulante, espera a que llegue el futuro. La actualidad como esqueleto rutilante del futuro, a la vez que el futuro como algoritmo robótico de la actualidad…

Eso sí es que hay futuro.

Porque bien puede ser que todo sea nada más que una burbuja, que flotemos en una burbuja amniótica que no nos deja ver más lejos y desde la que suponemos que en su circularidad esférica no conocerá fin. En cierto modo sabemos que tendrá fin, puesto que los escalofriantes y abrumadores datos ecológicos, poblacionales y relativos en general a los suburbios tercermundistas del planeta nos alarman y preocupan sobremanera de cuando en cuando, pero allí tenemos a intelectuales de ricas universidades norteamericanas como Steven Pinker, que a su manera oficia de profeta inverso (los de la arqueología bíblica eran unos agoreros solemnes), para decirnos que no hay problema, que las malas noticias sólo son eso, noticias que destacan como titulares sensacionalistas sobre un trasfondo mayormente positivo y reconfortante. Así que, en realidad, y a la vez, no lo sabemos, puesto que nos desentendemos del improbable y más de mil veces proclamado apocalipsis y seguimos aferrados a ese presente absoluto y pueril de la burbuja que parece entretenernos y seducirnos tanto. Se mire como se mire, siempre hay un nuevo chisme, o una nueva película, o una nueva moda tribal, o un nuevo plato que degustar, o una novedad editorial altamente recomendada, o un nuevo Derby de fútbol o de baloncesto o de snowboard, o una nueva ocasión de procurarnos una formación laboral precaria -que ahora nos insisten en que deberemos reanudar hasta la vejez-, que conseguirá mantenernos atraídos y galvanizados. Giramos en torno al presente como los burros en una noria de las de antes, y el presente cumple estrictamente la fórmula lampedusiana de ser algo que continuamente cambia para seguir igual. Nuestra memoria sentimental alcanza como mucho hasta los ochenta del pasado siglo, y particularmente en España esos son precisamente los años en que se abrió el periodo en que creemos estar bien asentados ahora, la del país recuperado para la fiesta y subido al carro de Europa.

En el seno de la burbuja ya no se generan genios, desde luego, los genios son cosa del pasado, y menos mal que es así, porque no eran más que locos necesarios que por sí mismos no sabían vivir. Una vez que les hemos exprimido para extraer de ellos el jugo de nuestra cultura más abstrusa y de nuestro confort técnico actual, podemos pasarnos sin ellos. Toda nuestra publicidad, tanto la que vende un cepillo de dientes como la que oferta un seguro de vida, habla de evolución, y “evolución” es el slogan más exitoso del globo. Existe, sorprendentemente, una gran unanimidad en el mundo actual: todos estamos cada vez más de acuerdo en que el presente es flipante, alucinante, cool, un pasote, una rallada. Si algo no resulta lo suficientemente flipante, si no produce inmediatamente un impacto colosal y placentero, puede estar seguro de que no se conseguirá nada en el mercado internacional de las experiencias dignas de ser compradas y replicadas. Otros intelectuales, y hasta científicos, nos anuncian que estamos a punto de entrar en la era del homo deus, que nos falta nada para ingresar en la inmortalidad con un cuerpo cyborg y una mente universalmente conectada. Fredric Jameson dijo aquello tan célebre de que a la gente (o a la propaganda que afecta y enciende a la vez a la gente) le es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, y también es igual de cierto que últimamente, si seguimos las novedades pseudocientíficas de última hora, nos resulta más fácil imaginar la imposible colonización de Marte que la aun posible salvación de nuestra casa, la Tierra.

¿Es que soy yo el único que tiene miedo?

Martin Heidegger escribió que la metafísica occidental es una ontología histórica de la presencia, y si hubiera llegado a vivir hasta nuestros días, comprobaría aterrado que ya es fehacientemente una sociología global de la presencia. Algo existe cuando nos lo pueden poner delante, dárnoslo bien envuelto y listo para el consumo. El pasado no existe, el pasado es una ficción como la que ve con arrobo un alumno mío, Vikingos, donde todos esos bizarros personajes de la Edad Media están duchados y lucen peinados vistosos. El futuro tampoco existe, el futuro como mucho será un colapso ecológico bestial o una guerra atroz y llameante que devastará el planeta y adiós muy buenas. Pasado y futuro no son para nosotros más que la ocasión de apurar más a fondo el presente, de devorar la presencia de lo que los medios y las redes nos inducen a tener por presente o los gobiernos nos cuelan en sus urgencias electorales. Donald Trump no es una casualidad, Donald Trump es el paradigma del hombre de nuestro tiempo. Los adolescentes ansían ser narcos, como Pablo Escobar, y Trump es prácticamente el narco del mercado inmobiliario neoyorkino. Los narcos no tienen pasado ni futuro, no importa de dónde vengan y saben que van a morir pronto, pero mientras tanto se lo pasan de miedo y son temidos y admirados, al precio de unos cuantos cadáveres de pringaillos sin importancia. Pero hay esperanza, siempre hay esperanza y personas de buena voluntad y conocimiento de causa que son conscientes en mitad de un océano de inconsciencia, y habrá que confiar en ellos antes de que la pesadilla se haga realidad, una pesadilla que se muerda la cola y que gire sobre sí misma como un carrusel demente.

O eso o el batacazo que nos vamos a dar sí que va a ser realmente “flipante”…


Óscar Sánchez, filósofo, escritor, nacido en España donde hoy vive, aborda desde tales campos actualidad, cine, cómic, política…
Correo: tejumn36@hotmail.com

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