Óscar Sánchez: «¡Paternidad, divino tesoro!»

Los hijos están en este mundo para preocuparnos!
Paul Newman en Road to perdition

Traer al mundo uno varios hijos es un acto no por habitual menos infestado de paradojas, y sin embargo hay que comprenderlo bien para no meter la pata hasta el fondo el resto de su (de él, ella, o ambos) vida. Cuando en la teología se preguntaba el porqué Dios mismo había creado el mundo, la respuesta más rápida era que lo había hecho por amor a sus criaturas. Mentes más suspicaces objetaron que no es posible un amor previo a la existencia de la criatura amada, pero su penetración no llegaba a tanto como para percatarse de que quizá no haya otra forma de amor que la que nace de la voluntad de amor. Lo decía La Rouchefoucauld y así lo intitulo también Truffaut: el amante es el enamorado primeramente del amor, que luego ya buscará con mayor o menor tino su objeto. Después está el imperativo biológico: el hijo suele ser hijo de la necesidad antes que de sus progenitores, que pronto se las ingeniarán para hacer de la necesidad virtud y quererle como si fuera suyo en primera instancia[1]. Y por último tenemos el hecho tremebundo de que el crío no es un crío, sino un hombre en estado de ensayo, con todo lo amenazador y excitante de la expresión, como si los hijos fuesen el producto de un científico loco.

Son tres paradojas sólo para empezar. No vamos a meternos en eso que se oye de que “los niños no traen manual de instrucciones” porque en realidad tales manuales los hay a barullo, viniendo a formar parte más del problema que de la solución. Pues lo cierto, señores, es que no existe ninguna solución, sino tan sólo aproximaciones más o menos voluntariosas -que no exitosas- a ella. El hijo no es una entidad pasiva, y únicamente de una manera muy parcial podemos pretender dirigir sus propias interpretaciones de lo que ve, oye, toca, gusta y hasta huele. Al hijo no lo hemos hecho nosotros: “ello” ya venía preformado por una vasta herencia natural que incluye el azar, y al igual que nos encontramos con la relativa sorpresa de este cuerpo suyo, nos enfrentamos con lo relativamente imprevisible de esta alma suya, que no es más que la expresión viva de aquel en el plano del carácter como han sostenido no por casualidad los más sabios[2]. Además, el hijo tiene por delante una larga y profunda infancia por vivir en la que los padres juegan un papel aunque fundamental, funcional y sectorial. Por todo lo dicho, el primer deber del padre debería ser esperar lo inesperado, como rimaba Hölderlin, asumiendo lo irreductiblemente paradójico de su situación, y el segundo poner entre paréntesis las normas imperantes y esforzarse en recordar la riqueza y ambigüedad de la propia infancia, para saber que no sabe como tampoco supieron sus padres… Desarmado de esta forma, es cuando puede arrancar por fin su tarea, que es la que constituye su tercer deber.

Y este deber consiste, sobre todo, en aceptar sin vacilaciones que ese enano, ese puto moco nos va a desafiar afectiva e intelectualmente hasta la tumba, y que no hay lugar donde esconderse. Se podría decir que lo mismo nos sucede con la pareja de cada cual, pero la gran diferencia estriba no en que la relación filial no sea disoluble en los juzgados, sino en que el niño siempre puede reprocharnos el haberlo concebido sin permiso, y a falta de réplicas más complejas, no queda más que decir que “si tú no quisiste nacer, yo sí que quise que nacieses y basta”. Una aseveración como esta hay que sostenerla en alto toda una vida, y dar pruebas permanentes de ello, a riesgo de caer en la arbitrariedad que señalan los antinatalistas. ¿Para qué sirven los hijos?[3] Pues no, desde luego, para dar trabajo a los pedagogos, quita, quita. Tampoco para realizar nuestros sueños y esas cosas, tonterías supinas. Y mucho menos para tener a su vez otros hijos, que sería la respuesta de un evolucionista, que es un mecanicista mal disimulado[4] que encima quiere ser abuelo. Sirven para educar a los padres hasta que salen de casa[5], que es cuando deberían pasar a no servir para nada ni a nadie, ojalá, pues esta es la condición del hombre libre –hablo idealmente, por supuesto. La paternidad, divino tesoro, se cifra en el regalo único del padre de que el tesoro es él, el hijo, lo que no puede más que empobrecerte si todo sale bien. Mientras, el retoño es una esponja que absorbe toda clase de estímulos muy trabajados gracias a los cuales que sólo podemos afirmar que quedará ligeramente humedecido… Quien vea en su vástago una inversión de cualquier tipo no será lo suficientemente listo como para precaverse de las decepciones. En cambio, quien vea a su descendencia como más alta ocasión de un ser humano de hacer otro ser humano hombre (ni libros ni árboles ni hostias), que aspire hondo y se arremangue.

Hacer otro hombre… Los científicos locos como Frankenstein equivocaron el método. Esta técnica, por así decirlo, requiere una lentitud geológica, capacidad de improvisación y vigilia permanente. El niño comienza siendo un tontito total con un poderoso temperamento que necesita todo el tiempo del mundo y un millar de atenciones para crecer hasta ser peligrosamente inteligente[6]. Toda ciencia, en comparación, es pura prisa[7]. La prisa mata. Roma no se construyó en un día, pero tampoco se destruyó en un día: para cagarla es preciso también ser constantes. El destino del padre es inscribir en su lápida que, sin duda, el sol sigue brillando, porque hay alguien a quien ilumina, con o sin horteras sunglasses. Alumbrar un hijo no es contribuir al progreso de la humanidad, sino sencillamente apostar por su regreso: el regreso de y a una humanidad a la que nos mostramos fieles por gratitud hacia lo vivido y piedad hacia el mundo. Esa gratitud y esa piedad -la pietas romana: ¡ay de quien no le hayan permitido sentirla!- no está al alcance de todos, almas encallecidas, a menos que hayan contemplado la continuidad de la tierra materializada en los rasgos de un hijo. Hecha esa experiencia, nuestra siguiente preocupación es que no nos la estropeen ni la Disney ni la Playstation ni TikTok, que bastante sembrado de banalidades está ya de por sí el planeta. Por lo demás, es que lo que cantaba Lou Reed cuando su mujer le pidió críos, a su edad (él, que siempre se había mantenido entre las dos aceras…), y repuso a ritmo de jazz aquello de… Babe, it´s the beggining of a great adventure…


[1] Esto, creo, incluso en las sociedades económicamente básicas en que los niños venían a crear una necesidad a la vez que a suplirla. Y hablamos en pasado porque ya no se dan tales condiciones ni en el mundo pobre.
[2] Aristóteles, Spinoza… Todos aquellos, en fin, que no han sido envenenados por Descartes, sea en la teoría de las ideas innatas o sea en la de la tabula rasa, ambas presuponiendo la autonomía totalmente incomprensible (pero simple para el simple) del alma. Decimos “relativamente” porque, como es natural, lo singular de cada hombre se da dentro de un abanico limitado por sus antecedentes, aunque imposible de predecir en su concreción hasta hoy mismo, cuando ya es factible fabricar seres humanos a la carta, robándole tal privilegio a la naturaleza, que tendría sus propias razones. Son incalculables las consecuencias de manufacturar humanos como encarnaciones vivientes de códigos de valor estéticos de la sociedad receptora: este será el más potente y peliagudo de esos manuales de instrucciones que nunca faltan.   
[3] Esta pregunta se hace Santiago Alba en su estupendo libro Leer con niños, a sabiendas de lo escandaloso de su formulación. Su respuesta es “para cuidarlos”, y es verdad, pero intentaremos ir más allá, para algo lo hemos leído.
[4] Que es un tipo que se ha equivocado de ciencia. Cree que es biólogo y es un físico especialista. Que le den.
[5] Otra paradoja inevitable: el padre quiere y no quiere que salgan de casa, esto en el mejor de los casos, claro.
[6] La idea de que el padre de niño con discapacidad intelectual echa mano de mayores facultades de cariño no se sostiene mucho, a no ser que confundamos la compasión con la querencia, la cual debe aprender a lidiar con un igual. 
[7] Eco en El nombre de la rosa: -¿Qué es lo que no os gusta de la pureza?; -La prisa.


Óscar Sánchez, filósofo, escritor, nacido en España donde hoy vive, aborda desde tales campos actualidad, cine, cómic, política…
Correo: tejumn36@hotmail.com

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