Óscar Sánchez: «Turismo de taberna»

El mundo no es tan mundo como parece. Automoribundia, Ramón Gómez de la Serna.

                                                      

A ver si hay suerte y los ambos rollitos estos de la guerra de las Ucranias y de las futuras pandemias sirven por lo menos para desenmascarar la farsa del turismo, aunque sólo sea para redescubrir el interés humano pero estrictamente plebeyo de las agridulces y acogedoras tabernas del Señor. Hemos de reconocer todos antes que nada que constituimos unas sociedades insólitamente sedentarias en la historia del género humano, en las que se cumple por fin el deseo de Pascal de que nadie salga por la puerta de su hogar-tecnificado-hogar para evitarse problemas. ¿Que la gente sigue planeando viajes y excursioncillas?, sí, ¿que alguno hasta hace algo de deporte pero sin pasarse? Estos son hechos indiscutibles mal que nos pese, pero que se nos antojan como formas residuales de un sedentarismo traslaticio, de manera que más bien parece que se movieran en una silla de ruedas a la que hay que pasear un poco de cuando en cuando para que no se oxide. Ni el turismo familiar, ni el llamado sexual, ni el literario que nos venden ahora, están ni por asomo a la altura de aquellos largos viajes de despedida de la juventud que emprendían los alevines del Imperio Británico para tomar posesión física de sus dominios antes de pasar a administrarlos desde casa. Por eso admiramos a los corresponsales de guerra, que viajan para algo, y a los que los viajes cambian de verdad y a golpes como a unos Hemingway sin Royal Americana (2). Pero, claro, no se debe necesariamente arriesgar la vida…

Si un actual guía turístico disfrazado de Napoleón presentara las pirámides de Egipto, se dirigiría a ellas para exclamar: “¡Observad, más de cuatro mil extranjeros con gorra y shorts os contemplan!”. (Y es que no se entiende la necesidad de vestirse de escolar para emigrar a tierras más cálidas: lo que está bien para Angus Young repugna fuera de un escenario de alto voltaje). Porque se debe salvar la dignidad de los guías o cicerones de todo pelaje, esos tipos que rescatan de la ruina de la memoria los mausoleos de la historia. Lejos de ellos, no quedan más que los francotiradores de fotografías, ese arte de los no-artistas del que ya Baudelaire profería barbaridades líricas (3). O algo más: las tabernas, que proliferan por doquier, siendo la Internacional Tabernaria la única organización que, caso de existir, primero se destruiría por completo el encanto local del tugurio, y, segundo, sobrepujaría a toda otra institución planetaria en extensión de miembros. Desde aquí exhortamos a llevarse también la siesta en la maleta de viaje para, al caer el día, trasnochar en esos entrañables establecimientos donde la gente se muestra como es, es decir, como gente, que es la palabra más bonita de cualquier idioma. El nacionalismo es una patología que se cura viajando… a otras tabernas foráneas. Por descontado que en el antro de turno -al que uno se mete siempre la primera vez por azar (4) – también encontraremos nacionalistas de lo suyo, así como camorristas, borrachines y miembros del otro sexo insultantemente acompañados. Pero eso es precisamente lo que nos enseña que estultorum infinitum numerus est y que nosotros con toda seguridad somos parte de ellos. No hay chauvinismo que resista a esta epifanía. Como no lo hay que resista al hecho de que los parroquianos de allá, mismamente como lo de acá, también son amiguetes de curro, cuñaos de derechas, que despotrican igual y que confían a la nocturnidad y alevosía lo que éstas jamás les darán –la taberna es siempre un amor no correspondido, pero esperanzado. El Señor esté con ellos. De hecho, en ningún otro lugar como en la taberna Su maldición de Babel se hace tan dolorosa. Lenguas de fuego deberían caer sobre nuestras cabezas para entender las deliciosas chapas que nos propinarían los aborígenes acerca de su verdadera vida, cuyo color poco o nada tienen que ver con el folclore de los folletos de la agencia que nos ha llevado hasta allí. Ni el irlandés tiene una hipoteca verde ni el hawaiano una esposa cristalina. ¡Qué importa!: ya se adivina en los gestos, ya se va envidriando en la mirada…

Viajar para ser gente con la gente, viajar para habitar sin quedarse. Una experiencia que se hace en las tabernas o que termina en ellas. Bares, qué lugares. En el bar, como ni siquiera vive el dueño, es el espacio (5) perfecto para no pertenecer a nada y ser del mundo: borracho, o sea,  ciudadano del mundo, afirmaba Rick en Casablanca. Cosmopolitismo del chupito, que entre una cerveza caliente de Berlín y otra clandestina de Tánger establece un pliegue espacio-temporal que permite desplazarse por la geografía como por un túnel tachonado de letreros de neón, todos iguales, todos diferentes. Chabacanería deliberada, real, frente a la impostada y falsa del turismo de postal. Francis Richard Burton se colaba en los prostíbulos musulmanes camuflado de árabe y eso le habilitó entre muchas otras cosas para traducir al inglés Las mil y una noches. Henry James se quedaba en y con las ciudades donde escribía sin pisar -¡que vulgaridad!- ni una sola taberna, y de ello no obtenía otra cosa que bellas descripciones de su propia percepción. El délfico conocimiento de uno mismo tan sólo se da en la ebriedad, no por las razones de los místicos del estupefaciente al estilo de Henri Michaux, sino porque sólo ella da paso al hartazgo, ese gran maestro de nuestros límites que los ascetas se niegan a escuchar. “No por cambiar de lugar se cambia de suerte”, decía Quevedo en un rapto de triste estoicismo, pero luego bien que acudía a las tabernas en un arrebato de alegre epicureísmo. Es sabido que vivimos en una civilización cada vez más homogénea que corre mucho para no llegar a ninguna parte, como aquel personaje de Alicia o como pollo descabezado. De ahí que muchos viajen a parajes más tranquilos y olvidados del Desarrollo en busca de otro ritmo, de sensaciones letárgicas, de quién sabe qué alternativas. Hacen bien (como hace igual de bien el que se acelera en Hong-Kong, por ejemplo (6)), pero a sabiendas de que el último refugio para volver a casa sin salir del viaje está en la taberna, que es como una iglesia de barrio -o el templo que se prefiera, pero sin grandes alharacas decorativas- que abriese de noche, donde el confesionario es público y donde el que oficia es el que recibe los sermones (eso sí, lo mismo también te dan de hostias…) Y, además, todo ello sin dañar en lo más mínimo el medioambiente -al menos el externo a dicho antro…

<Para Juan Manuel Serrano, medio escritor, medio viajero y medio abstemio, y que de esta el próximo día fijo que me invita.>

* Debo este título a la remota sugestión de Máximo Gorki, que en su rocambolesco relato Los ex-hombres hacía hablar a sus excéntricos y harapientos personajes de una cierta “filosofía de taberna”. ¿Acaso un precedente del Luces de bohemia de Valle-Inclán?
[1] Lo cual nos trae a la memoria aquella de Pixar, Wall-e, donde se realiza en la ficción futurista el sueño de la inmovilidad satisfecha, en contraste con la extrema laboriosidad de las maquinas. 
[1] Máquina de escribir, de la que el escritor decía muy sensatamente que era su psicoanalista. El resultado fue que ninguna de sus novelas se ambientó en EEUU, salvo una, que volvieron a exiliar para su versión cinematográfica: Tener y no tener. ¡Es cojones la cosa! –que cuenta Alberti que exclamaba en mal castellano de yanqui “integrándose”. 
[1] Detestaba la fotografía porque -según él creía- venía a destruir toda capacidad para imaginar el pasado, y el pasado equivale a la vida del presente. Según Baudelaire, fuimos felices al morder aquella magdalena precisamente porque nunca la mordimos; el recuerdo de aquel sabor es todo lo que ahora imaginamos para que fuera posible, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Félix de Azúa, Anagrama, pág. 35. ¿Acaso un precedente de Marcel Proust?
[1] En efecto, ir recomendado siempre decepciona un poco, e ir de la mano de un nativo rompe la magia del descubrimiento cuanto poco hasta el momento en que somos nosotros los que llevamos a otro, haciéndola así un poco nuestra y tomándonos de paso venganza. Al local de nuestras libaciones predilectas hay que haber entrado sin mirar, porque había sed de descanso del tingladillo turístico y de la otra, y básicamente esperando el flechazo que nos hará volver una noche y otra como autómatas de la felicidad. Ni que decir tiene que no nos referimos a esa mierda de sitios pensados para sacar los cuartos al giri, a la hora de comer y estudiando la carta en la puerta, de los que hay tantos en el centro de Madrid, por ejemplo. De estos hay que salir corriendo sin pagar, por pura dignidad –que no por deporte, faltaría más.
[1] El no-lugar diría la pedantería sociológica de Marc Auge. Como si fuese fenómeno epocal solamente nuestro.
[1] ¡Qué gran película de la nada patente -son las mejores hoy- es Lost in traslation! La traemos a colación por el oriente lejano y porque refuerza nuestra tesis: en el pafeto el hotel es donde se esconden y conocen los protagonistas.

Óscar Sánchez, filósofo, escritor, nacido en España donde hoy vive, aborda desde tales campos actualidad, cine, cómic, política…
Correo: tejumn36@hotmail.com

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