Pablo Porro: «Ser un héroe»

Desde el patio, en el que las baldosas constituían a veces un tablero, el tablero de un juego pretencioso que consistía en saltar de una baldosa a otra, en la punta de un pie, evitando los bordes, procurando, al caer, no pisar las líneas divisorias; desde el patio se planteaba un juego en el que la dificultad estribaba en saltar de a dos baldosas, o de a tres si la tarde era propicia; desde el patio en el que lideraba a sus prosélitos, a su aluvión de acólitos febriles, su ejército de seres invisibles, Joaquín, esta vez, no dejaba de mirar el vidrio de la ventana del primer piso, el hueco por el que en estas tardes, las tardes largas de la cuarentena, se asomaba la cabeza de Manuel, de su amigo Manuel, para pasar un rato divertido compartiendo con él un calambur, un combate verbal, un equívoco juego de palabras.
Aunque esta tarde, por lo visto, Manuel no aparecía. Su pequeña cabeza circular, su carita riente y movediza debajo del flequillo lacio, un flequillo que brillaba bajo el sol cada vez que Manuel se asomaba para verlo, para ver la cara siempre pálida, siempre alelada y como un poco ausente de Joaquín el inquieto navegante, Joaquín el marinero de la tarde, esa cara que le sonreía mirando, entusiasmada, para arriba; hoy la carita riente de Manuel no aparecía y Joaquín que era el último ona errante, Joaquín el caminante de la tarde levantaba los ojos hacia el cielo y observaba la ausencia de su amigo. Porque hoy Manuel, la cara de Manuel, no había salido a dibujar el aire, a recortarse un rato contra el cielo, a mirarlo. No había podido ver esa otra cara de Joaquín el llanero solitario, Joaquín hoy el asceta, el peregrino, Joaquín que lo esperaba acompañado de su legión de adeptos invisibles. Joaquín solo.
Entonces, para Joaquín, la hilera de las hormigas que vivían en el ala este del patio, entre los intersticios de las baldosas; la hilera de las hormigas que, con arreglo a un cierto régimen de tiempo, hacía su procesión en busca de hojas, de pequeñas ramitas, de alimento, hoy era una corte absurda y diferente que hacía la procesión de la tristeza; traían ideas oscuras, las hormigas, evidenciaban esa soledad de Joaquín el lunático, el enfermo, el líder de los seres invisibles y ahora de pronto ausentes, evadidos; Joaquín el que esperaba la presencia de su amigo Manuel allá en la altura. Y su amigo Manuel no aparecía. Oh, desidia.
Qué sentido tenía saltar en esta tarde solitaria de baldosa en baldosa? Qué sentido tenía inventar juegos, comprometer al cielo y al cortejo de los pálidos seres invisibles a realizar, de noche, una emboscada, vestidos como nobles caballeros, o a perpetrar, en alta mar, un robo en un asalto de piratería? Qué sentido tenía el embarcarse en una empresa noble y admirable si su amigo Manuel no lo miraba, si su amigo Manuel no aparecía?
Desde el patio, en el que las baldosas constituían a veces el tablero de un juego silencioso, esta tarde Joaquín había perdido la altiva voluntad de ser un héroe. Había perdido el ímpetu del juego. Por primera vez, en mucho tiempo, estaba solo. Lo tuvo que admitir, desconcertado. Se sentó sobre los talones, en cuclillas, con la espalda apoyada en la pared. Miraba a las hormigas laboriosas en su trajín grupal, interminable. Miraba a las hormigas y pensaba. O, más que pensar, sentía. Trataba de sentir qué sentiría cualquiera de esos seres diminutos que recorrían el patio, como autómatas. Su propia soledad, en cierto modo, se definía y se profundizaba en presencia del grupo laborioso, de la hilera larguísima de hormigas que parecía ser indiferente a ese niño gigante, pensativo. Ese niño que ahora, como todas las tardes, se había sentado en el suelo, se hamacaba. Ausente y abrazándose las piernas, movía ligeramente el torso, la cabeza, de adelante hacia atrás, de adelante hacia atrás, de adelante hacia atrás. Como quien danza o como quien asiente.

Pablo Porro, poeta. Nació en Buenos Aires en 1976 y creció en Junín, desde hace quince años vive en Zárate a la vera del río Paraná. Fue verdulero, mozo, repositor de supermercado, hornero, cocinero, mecánico de autos, vendedor ambulante, jardinero… Actualmente dedica sus empeños al olvidado arte de la filatelia.