Lara Lizenberg: «Pequeña torsión al deseo»

Las historias, las ficciones, transmiten de un modo único las cuestiones del deseo.

El deseo sin ellas es una mántica porque ahí nace y ahí muere.

Subestimamos el movimiento.

Decidimos la espuma del café, atravesamos la lista de lo que no haremos nunca, viajamos en traslados irreales a cualquier punto neurálgico.

Retrocedemos, extrañamos, reemplazamos, tenemos pretensiones que en algún lugar sabemos ilusorias.

Creemos en el movimiento como quien cree en el tiempo. Le damos existencia óntica.

Todo es natural hasta que desfallece. Sólo allí será bello.

Tocó el timbre.
No se acordaba si la oficina era en el segundo o tercer piso. Eso la hizo temblar. No era un olvido exactamente. En la distancia entre el dedo y el botón plateado perdió de vista lo que buscaba.
La secretaria del marido la atendió amablemente, como siempre. Le ofreció asiento y señaló con un pequeño gesto las revistas que ella solía mirar en las tradicionales esperas.
Tuvo muchas ganas de llorar. No supo por qué. Disimuló un resfrío y advirtió que en los últimos meses ya había usado la escena de la rinitis varias veces.

El marido salió del cubículo infame que lo secuestra a diario, para el almuerzo compartido. Cruzaron la puerta de salida del edificio espejado.

Ella sintió que una enorme succión invisible se llevaba sus imágenes, su fuerza, las intenciones.

Le pidió que fueran a casa.
Se acostó hasta que no hubiera mañanas.

Él le dijo que ya habían pasado varios días y era hora de levantarse. Obligada, sostenido su cuerpo como un trapo pesado sobre los hombros masculinos desorbitados, vinieron a verme.

Él contó que ella no comía, apenas tomaba un poco de agua. No se bañaba, no hablaba más que para decir que no tenía ganas de nada. La falsa rinitis había quedado en el recuerdo. Ahora el gesto era pétreo.

No era la primera vez de este estado de cosas. Por períodos ella quedaba convertida en estatua.

Le pedí que me dejara a solas con ella. Aceptó como quien acepta lo previsible.

Hice muchas preguntas de las que obtuve un repertorio monótono.
No me miró ni una vez.
Le dije que su marido parecía preocupado. El amado, por su condición, podría ser causa aparente.

No funcionó.
Su mutismo persistió por largo rato.

Le pregunté si tenía ganas de algo.
Dijo que sólo quería dormir. Fue la revelación más clara de que una cosa es el deseo y otra muy distinta es el querer. Ella quería. Quería dormir y ninguna otra cosa. Un querer tan estático que daba la impresión de lo inorgánico.

Claro que no deseaba nada. Quién podría desear algo? Si algo dejó en claro Freud es que el deseo no es «deseo de». Ni de algo, ni de alguien. Es deseo desde. La falta de objeto lo mueve.
El sentido común hubiera dicho que a ella le faltaba de todo: su madre había muerto antes de que aprendiera a contar. Su padre era presente de cuerpo y ausente de alma. Sus amigos parecían no entender esos resfrios montados. Su profesión no la satisfacía.
Con sogas de barco invisibles sus palabras eran retenidas desde adentro.

Aún así su vida estaba atestada.
No cabía un ápice.

Sacó un caramelo de su cartera y lo dirigió a la boca. Será un tapón que ocluya cualquier ánimo.
O el pequeño ápice perdido, si el deseo del analista lo resguarda. Esa fuerza, esa disposición a hacer de un detalle sonso un mundo vital, esa quietud activa que espera, atenta, un tracito de subjetividad, es la oportunidad de provocar el milagro, una torsión imperiosa hacia el sujeto deseante.

Preferí suponer que esa pequeña perla amielada era un dulcecito mínimo en ese relato insípido. Antes que el caramelo llegara a su boca, le pregunté si me convidaba uno. En honor a la verdad, había visto que era el último que le quedaba y eso podría hacerlo precioso.

Me dijo que sí, que me lo daba y me explicó que en realidad ella no debía comerlo porque no estaba bien comer chatarra en vez de comida. Si el deseo del analista es un deseo que funciona en el lugar de la causa, separando el Ideal del objeto a, esta era la oportunidad de que entrara en escena dejando atrás su pasividad indemne.
Mientras le preguntaba por qué lo decía, de dónde había sacado esa conclusión, mantuve el caramelo en mi puño, asegurándome sostener ese pequeño objetito del querer, que con un poco de suerte pondría a funcionar el circuito deseante.

Le pregunté qué habría de malo en eso.
Me dijo que el marido dice que hay que comer bien y que ella se siente muy mal por no querer comer. Le dije que no parecía no querer comer, sino que quería comer caramelos.
– «Sí. Pero no se puede» – dijo con temor.

Ese «sí» valió por mil síes. El reconocimiento del deseo no es menor en el trayecto que este hace para echarse a andar. No se disocia del deseo de reconocimiento.
Reconocerla en el deseo era el mejor reconocimiento que se le podía hacer.

Le pregunté si ella solía decir que no quiere allí donde no puede.
Su mirada dejó de orientarse al recuerdo del caramelo en su mano. Vi sus ojos por primera vez.
Dijo que sí, que hace mucho no puede nada.
Lloró hasta que el pudor le hinchó los párpados.

Me preguntó si podía volver pronto.

Le pregunté si quería.

El deseo del analista va a la búsqueda del deseo inconciente.
Esa fuerza indestructible.

En este sentido no es un estado. Es una disposición activa que impulsa, por la vía de las intervenciones, el movimiento de una huella a otra.
Finalmente eso es de lo que el deseo trata: un pasaje, un deslizamiento, una pequeña búsqueda.

Lara Lizenberg, licenciada en psicología. Docente de «Clínica psicoanalítica», Facultad de psicología, UBA. Docente de posgrado de «Clínica de adultos», en Fundación Tiempo. Supervisora de casos clínicos en Fundación Tiempo.

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