Sabino Villaveirán: «Gotas nuevas sobre el agua»

Repentinamente volvió de un sueño en el que caminaba por un bosque frío en busca de algo que no podía precisar; pero que a la vez resultaba cotidiano. Algo imperioso, insustituible. Algo lejano. Lo confundió el regreso brusco. Ese gusto a noche opacándole la boca. La inexactitud de ese momento ambiguo que aparece al despertarse. Pensó que el frío no era del bosque, sino de aquella mañana que se le metía en los ojos y lo obligaba a apretar aún más sus párpados cerrados. Intentó adivinar la hora por la luz que entraba por la ventana. Se dio vuelta y hundió la cara en las almohadas para mantenerse a salvo, un rato más, de la búsqueda agobiante que lo perseguía hasta en el sueño, de la soledad de aquel invierno que parecía durar para siempre, total son las vacaciones. Quiso volver al sueño y al bosque; pero no para seguir buscando aquello que ese despertar abrupto le había quitado de la memoria; sino simplemente para caminar. Para quedarse en el remanso de la cama y del follaje y evitar así el vértigo de la búsqueda constante. Para que la brisa le inundara los pulmones de magnolias y pelusas. Para alejarse de la insatisfacción que lo obligaba a deambular siempre incompleto. Siempre en pedazos. Siempre fragmentos entre el ruido.
Entonces se abandonó por un instante. Sintió placentero el peso de las frazadas sobre su cuerpo de costado y notó cómo sus piernas desaparecían lentamente. Cómo lentamente se alejaban de él los brazos y la espalda desnuda frente al frío, hasta ser solo una cabeza. Un punto sólido apoyado en la almohada, su cabeza era lo único de él que todavía era suyo y no del sueño como el resto de su cuerpo que ya no le pertenecía. Su parte inclaudicable. La síntesis de su tormento. Su propio símbolo, el resumen de sí mismo bajo el haz de luz que avanzaba a través del vidrio y dividía la habitación en dos penumbras. Y después de un rato ni siquiera eso. La claridad del bosque que ya no era un bosque sino una ciudad con grandes edificios. Ruidos de motores. Voces estridentes y algo que huye y se revela camuflado de horizonte, serpenteando en las veredas. Miles de ojos sin mirada acompañaban su andar lento por unas calles sin misterio. Tuvo un instante de calma y hasta llegó a disfrutar del rumor de las bocinas. del sol tibio del invierno bañando los frentes de las casas y de la patética visión de los cables de alumbrado atravesando las copas de los árboles. Lo reconfortó el olor de siempre de esa ciudad desconocida; pero poco a poco comenzó a sentir la prisa. La angustia inconfundible de la búsqueda empezaba, otra vez, a crecer en su interior, a nacerle desde un hueco en el estómago y aflojarle las rodillas. Nuevamente renacía esa inquietud desesperada que convertía su cerebro desparejo en una lava incandescente, que, a la vez; lo impulsaba y detenía, que emergía del sueño a la vigilia como garras de tigres saliendo entre las rejas, como puertas cerradas que acechan desde el muro.
Tuvo la certeza de estar buscando algo que desconocía por completo; pero que resultaba impostergable, algo capital que se ocultaba a simple vista, que se desvanecía ante sus ojos que dormían, como le pasaba aún despierto. No le sorprendió que la búsqueda se le metiera en el sueño. Que ese rayo de tensión que lo quemaba le llegara a la mañana de la cama desde esa otra mañana, confundida en el tiempo, atrapada en la distancia, donde un hombre igual al que se sacudía entre las sábanas no hace más que caminar huyendo en esa ciudad de incertidumbres, para buscar despierto, ahora en el sueño, algo que perdió o que jamás tuvo.
Su voluntad era la de las calles que lo llevaban por un rumbo ajeno a su albedrío. Una gota sobre el agua. Un claroscuro disperso en la tiniebla en que la mañana del sueño se moría.
Todo transcurría lentamente aunque sabía que luchaba contra el tiempo. Algo como un vértigo alojándose en su ombligo. Rápido. De prisa. Encontrarlo ahora y volver al cuerpo que dormía. Desaparecer de esa ciudad que comenzaba a acelerar sus latidos con la falsa certeza de los sueños, amparado en la calma del hallazgo. Un tesoro incalculable e indefinido. Una llama diminuta protegida de los vientos con las manos. Pero, sin embargo, era el degradé de la ciudad a esa hora indefinida de la tarde que cambia de colores las esquinas. En el cielo, nubes grises. Una sombra en fuga en el desierto.
Y, con la noche, la angustia del misterio. Entonces caminar. Caminar a prisa. Correr sin pausa ahora que se escuchan a lo lejos las bocinas de los trenes. Malgastar la libertad empeñada al ingresar al sueño para vivir una vida igual a la que tenía cuando estaba despierto. Con la búsqueda infinita que le deja el alma en vilo, que le pone el corazón en carne viva. La búsqueda constante de un cuerpo en una mente que quisiera dormir dentro del sueño, como ese otro cuerpo que duerme de costado y se retuerce en una mañana inexistente. Instalado en un tiempo contrario y paralelo en el que su fugaz quietud traspasó la angustia al sueño. Lo inundó de sobresaltos y lo colmó de sucesivas agonías. Porque el que se agita en la mañana de la pieza y de la cama es el mismo que en el sueño se desvela y no descansa. Que camina a tientas por una ciudad desconocida que le oculta los contornos. Un lugar sin tiempo en el que la única certeza es la duda, el único presagio, la tormenta.
Correr, correr ahora que todavía no estallaron los nubarrones grises contra el cielo de granito; pero las primeras gotas comienzan a caer furiosamente y son un sudor que le pega la almohada a la cara y lo sofoca. Los latidos se aceleran. Lo invade un calor lejano y se destapa en la mañana, mientras corre bajo la lluvia de la noche. Se lleva una mano al pecho que ya tiene sobre su brazo adormecido. Corre con fuerza; pero sus piernas se le enredan en las sábanas mojadas. Lo persiguen. Debe huir. Debe refugiarse en el cuerpo que se debate en la mañana. El buscador es ahora buscado, perseguido. Puede oír sirenas a lo lejos. Adivina linternas y sabuesos. Uniformes. Corre con furia; pero su cuerpo es mar sin movimiento. En la esquina de su casa los bomberos. Accidente. Gritos rebotando en las paredes. Buscar una salida, un atajo entre la noche del sueño y la habitación iluminada; pero de inmediato la calle se termina. Un alambrado viejo y un tren detenido en la vía muerta. Un rectángulo transparente. Acechan los truenos. Rayos dibujados en el cielo. Sus ojos, que se abren a intervalos, luchan contra los cuchillos de luz que los perforan. Con cada relámpago le aparece un pedazo de ventana. Debe trepar, subirse como sea a la última posibilidad de la mañana, a las frazadas por el piso, a su cuerpo que vuelve a ser su cuerpo nuevamente. Luces salpicadas en los ojos que se abren hasta que comprende por completo la ventana y, más allá, la pared de la escalera. Ha dejado de llover; pero su cara está mojada. Un suspiro de alivio y las imágenes sueltas desprendidas de la noche y de la lluvia lo depositan en la rotunda claridad de la mañana. Recibe en los pies descalzos el frío brutal de los mosaicos. Se abriga de pantalones y bufandas. Hay todavía un dejo de noche en su garganta. Un sabor de abrelatas. Un resto horizontal de colchón en su mirada. Intenta recordar con más detalle, acercarse al sueño que se desvaneció con los primeros nubarrones; pero la imagen es difusa. Le queda sólo la prisa alojada en su sangre a borbotones y ese agujero tenaz en las entrañas. La certeza fatal de que la vida se le acaba y no le alcanza. Tiene que refugiarse en la silueta inexpresiva de este lunes sin trabajo. Meterse en su rutina de alcauciles y macetas. En su incierto pedazo de mundo girando en un universo desprolijo. Como un engranaje roto de una máquina imperfecta. Como una gota de agua sobre el agua.


Sabino Villaveirán, escritor, tallador y escultor en madera, profesor para la enseñanza primaria en la escuela pública.