Juani era un hombre joven, de casi treinta años. Había nacido en una familia bastante tradicional. Si bien eran de clase media, en lo referente a la educación de sus hijos y costumbres, parecían aristócratas. En realidad, los antepasados de la madre lo habían sido. Los chicos solo podían seguir las reglas y las carreras impuestas por sus padres. En su caso, sería ser un buen estudiante y algún día un gran abogado. Cualquier desvío de las normas, implicaba una sanción.
Pero siempre recordaba aquellos días en los que transitaba la adolescencia, cuando cometió un pequeño desliz. Se aventuró a regresar a la casa media hora después de lo estipulado. Sus padres lo esperaban en el living, cuando oyeron que el muchacho abría la puerta, su papá se quitó los anteojos, lo invitó a sentarse cerca de él y lo abrumó con un sermón muy largo sobre las consecuencias de no cumplir con lo acordado. Juani permaneció en silencio y sumiso, se había predispuesto a aceptar el castigo que le tocara. Después de todo, ya tenía dieciséis años y no podía seguir siendo un cobarde, una ovejita blanca que seguía todos los designios de sus mayores. Bajó la cabeza en señal de respeto, no como disculpa. No tenía ningún interés en pedir perdón. Sus amigos pasaban las noches de los viernes y sábados fuera de sus casas. Él era el único idiota que tenía que volver antes de las doce. Todos lo llamaban “el Ceniciento”.
El pobre vivía sobre una delgada línea: por un lado, las normas severas de su familia, por el otro, el bullying que recibía de sus compañeros. Lo más afectuoso que le decían era “flojito domesticado”. Lo más cruel, no lo podía ni repetir: mencionar aquellas palabras indecibles lo sumergía en un océano de sentimientos horribles. La pena que le aplicaron fue que durante una semana se ocupara de la limpieza de los dos baños del departamento. Recibió el castigo con gusto, al menos no le habían prohibido que usara la computadora ni le quitaron el celular.
Se sonrió de su recuerdo. Por vergüenza, no se lo había contado a nadie, en aquella época no hubiera soportado que le agregaran más sobrenombres despectivos a la larga lista que tenía. Por suerte, gracias al viaje de intercambio de estudios que realizó cuando estaba en quinto año, pudo fortalecerse y sentirse menos raro. Como su nivel del idioma era muy bueno, fue el único seleccionado para representar a la escuela en Italia. Cada año, se premiaba a seis alumnos con viajes al exterior. Dos iban a Gran Bretaña, otros dos a Estados Unidos, otros a Francia e Italia. Muchos se burlaron de su destino. A él no le importó. Su bisabuelo había nacido en Milán y era un orgullo visitar el lugar de sus orígenes.
El viaje le partió la cabeza. Alejarse de su familia y compañeros por tres meses fue una excelente terapia. Tenía el férreo propósito de aprovechar ese tiempo para crecer, madurar y confiar en sí mismo. Le asignaron para vivir la casa de unos italianos encantadores, con hijos mellizos de su edad. Consideraban que sería valioso para sus chicos convivir con un joven proveniente de la Argentina. Ambos eran artistas, la madre era una pintora con buena trayectoria entre los coleccionistas independientes y Giovanni, el padre, era director de orquesta. Estaba preparándose para dirigir el próximo año, Simón Boccanegra en el Teatro Colón. Su sueño era viajar con la familia y que sus hijos tuvieran un amigo en Buenos Aires. Eso lo ponía nervioso a Juani, sabía que no era un joven ni popular ni aceptado por los de su edad. Sobrepasando sus pobres expectativas, el viaje de estudios marcó una línea divisoria entre su vida anterior y lo que vendría. Luego de esa experiencia, no hubo manera de volver atrás: se convirtió en una persona nueva, renovada, abierta, cosmopolita, divertida y amistosa.
No entendía demasiado los motivos que lo llevaron a cambiar. Pero pensaba que, haber estado tres meses sin el control imperial de sus padres y sin las burlas hirientes de los otros estudiantes, habían marcado la diferencia. Ugo y Pietro eran dos adolescentes increíbles y generosos. Le presentaron a sus amigos. Por suerte, no les permitieron que le hicieran bromas malintencionadas por su acento argentino. Los viernes después de la escuela se reunían en alguna casa. Los sábados era el día de los deportes, los mellis adoraban el fútbol; él era bastante patadura, pero igual lo aceptaban. A la noche, iban a bailar en grupo. Los domingos lo llevaban a almorzar con los abuelos, eran todos muy divertidos. Amó a esa familia desde el primer momento.
El último fin de semana en Italia, los chicos le hicieron una fiesta de despedida. Se reunieron en casa de los mellis. Los padres disfrutaban viendo a sus hijos felices. Eran tan abiertos que hasta les habían comprado un par de cajas con latas de cerveza. La música sonaba a todo volumen, apenas se oían las conversaciones. Laura, una amiga de Ugo, se le acercó a hablar. Le preguntó si le gustaba la música y le dijo que a ella le encantaba divertirse y pasarla bien. Estuvieron intentando comunicarse aunque era difícil por el sonido.
Luego de un rato, cuando ya no había más cervezas, decidieron ir a una discoteca. Habló con los mellis, les explicó que lo suyo no eran las fiestas, que se iba a dormir:
—Stronzo, sos el agasajado esta noche —le gritó Pietro.
—Va bene, voy con ustedes —le dijo, recordando que era su anteúltimo día en ese país.
Con todo su pesar, los siguió. Se sentía un tanto mareado, aunque había bebido solo un vaso. Pero él nunca tomaba alcohol, sus padres no se lo permitían, eran capaces de hacerle un control de alcoholemia si tenían alguna sospecha.
El lugar estaba oscuro, le costó que sus oídos se acostumbraran a la música estridente. Ugo le ofreció un sorbo de su trago, pero él lo rechazó. Se quedó parado, apoyado en una pared. Estaba muy aburrido. Pero era cierto, no podía ser un desagradecido y arruinarles la noche a sus nuevos amigos. Laura se acercó a él y lo arrastró hasta la pista, se sentía avergonzado por su inhabilidad. Pensó que, si estuvieran sus compañeros del colegio, ya le habría puesto algún nuevo apodo despectivo.
No sabía si era porque era un perseguido, pero sentía las miradas del grupo. Pietro, un poco borracho, se acercó y lo palmeó. Él aprovechó para sacarle el vaso y beber algo fuerte. Necesita atontar su cerebro y soltarse, pero sin llegar a hacer un papelón:
—Gracias, Laura, por ser tan paciente. Soy poco sociable, un solitario —le dijo con nerviosismo.
—Tranquilo, Juani, relajate.
La atmósfera se puso romántica, la música, suave. Laura le susurró algo. En realidad, cantaba en su oído, solo entendió un “stai con me”. Rompiendo el encanto, le respondió que conocía la canción, era vieja, de A-ha. Ella repitió “stai con me” y le pasó los brazos por su cuello. Creyó que el corazón se le salía del pecho. Nunca había estado tan cerca de una mujer. No sabía qué hacer, trató de moverse suavemente, le gustó la sensación del cabello rozándole la cara.
Deseaba que la canción fuera eterna. Era la primera vez que abrazaba a una chica, quería que ese contacto durara por siempre. Pero el tema terminó y él no supo que hacer. Era un inexperto en esas cuestiones. Alguien lo tomó de los hombros, era uno de sus amigos. Lo besó y felicitó por estar junto a una de las más populares del grupo. Pero él se sentía un novato, peor aún, el extranjero. Sin embargo, como el ambiente era ameno y confiable, se relajó y se entregó a la situación.
Laura lo condujo al primer piso, a un lugar más oscuro e íntimo. Cuando logró que sus pupilas se adaptaran a la falta de luz, pudo ver a varias parejas besándose. Eso lo puso muy nervioso, estaba en un callejón sin salida: por un lado, no sabía besar, por el otro, si se rehusaba, quedaba como un boludo. Estaba perdido. Afortunadamente, Laura tenía una bebida. Le pidió un trago y fue más que suficiente. Puso cara de asco y ella riéndose le dijo que era Red Bull con vodka. No tuvo que hacer nada, sin darle tiempo a reaccionar, ya lo había acorralado sobre un sillón. En ese instante creyó que se estaba enamorando. Zafó de la situación como pudo, no sabía cómo se jugaba ese juego.
Al día siguiente regresaba a la Argentina y no tenía ganas de volver a su casa. No era feliz con su familia. Lloró como un niño cuando se despidió de los mellis y de Laura.
A su vuelta, se propuso no ocasionarse ni un solo problema. Faltaba poco para terminar la secundaria y, una vez que ingresara a la universidad, desplegaría sus alas. Al principio chateaba todos los fines de semana con sus amigos italianos y con Lau. No podía olvidarse de ella, la amaba. En pocos meses, los chicos llegaron a la ciudad. Tenía pensado salir con ellos como en Italia, aunque a sus padres no les gustara.
Una noche, luego de mandarle por tercera vez un mensaje y hasta una foto de los tres juntos, se enojó porque Laura no respondía. Entonces, encaró a Ugo para saber qué estaba ocurriendo. El melli le contestó que Lau estaba de novia y muy enamorada. Lloró toda la noche pero, con los días y el apoyo de sus amigos, aceptó la derrota y se resignó a seguir solo.
Al terminar el año escolar, decidió plantarse en su decisión: lo suyo era el diseño industrial. Habló con su abuelo y le pidió un préstamo para ir a estudiar a Italia o España. El hombre se emocionó al verlo tan seguro de sí mismo y no le importó que su nieto rompiera el linaje de abogados. Sin más, le dijo que le regalaría el dinero. Pero le advirtió que sus padres se pondrían furiosos:
—No entiendo qué le pasa a mi hijo, de joven no era tan rígido. Seguro que es la influencia de tu madre. Ella lo hizo cambiar —dijo el abuelo con fastidio.
—Me parece que fue al revés. O, quizás, juntos se potenciaron. Los dos son inflexibles —dijo evitando defender a alguno de ellos.
Juani se armó de valor y se puso firme: iría a Europa. Nadie se lo impediría. Esa vez no pudieron utilizar ninguno de sus argumentos restrictivos, ya tenía el dinero y el visto bueno del patriarca de la familia. Algunas cosas que le dijeron fueron que el viejo necesitaba una consulta con un buen neurólogo, estaba perdiendo sus cabales. Juani pensaba en la violencia que se escondía tras la falta de flexibilidad. Pero ya los conocía, hizo oídos sordos a sus críticas. Algunos decían que los hijos elegían a sus padres, él se preguntaba qué lo habría motivado a elegirlos. Se sonrió y se dijo a sí mismo, que gracias a ellos nunca había pasado hambre, tenía un muy buen nivel educativo y la posibilidad de estudiar en el exterior.
Hizo todos los trámites administrativos pertinentes para el ingreso como estudiante en Italia. Los mellizos le recomendaron que fuera a Florencia, ahí estaba la universidad de diseño industrial más reconocida. Ellos estudiaban artes: Ugo, escénicas y Pietro, como su madre, plásticas. Arreglaron que, antes de empezar a estudiar, pasaría una semana con ellos en Milán. El reencuentro fue hermoso, fueron a los Países Bajos para escuchar a la orquesta Filarmónica local dirigida por Giovanni. Los familiares de Juani no toleraban que estuviera con ellos, decían que le habían lavado el cerebro con sus ideas artísticas y socialistas. Él se reía, mientras los tanos eran felices, sus padres no. Le daba mucha pena su hermana; todavía era chica, ni bien pudiera, la rescataría. Por ahora lo único que podía hacer, era comunicarse con ella a diario y apoyarla en sus pequeños proyectos.
Los días en la universidad le resultaron arduos pero fructíferos. Había conocido a Ljubina, una hermosa mujer croata de la cual se enamoró enseguida. Fueron tres años intensos y bellos. Recorrieron juntos casi todo el continente. Los mellizos y sus novias de turno, los acompañaban. Los chicos cambiaban con frecuencia de pareja. Ellos se reían y argumentaban que “así era la vida de los artistas”. Juani los cuestionaba, les decía que Giovanni y su madre estaban juntos desde hacía décadas, ellos lo miraban con picardía. Por las dudas, él no les preguntaba nada.
El muchacho, ya casi un hombre, terminó la carrera con honores. Varias empresas lo querían entre sus diseñadores. Además, le ofrecieron media beca para un posgrado en Milán. Él estaba muy emocionado. Aunque la realidad era que tenía que trabajar para mantenerse. El dinero del abuelo se había agotado y no le parecía bien pedirle más. Entonces se le ocurrió que podría poner entre sus requisitos que la industria que lo contratara le pagara sus estudios. Eran tan buenos sus diseños que no dudaron en aceptar sus condiciones. Se mudó a Milán solo. Ljubina aún tenía que rendir sus últimos exámenes y luego volvería a su país. Eso lo entristecía, no sabía si iba a soportar la separación y la relación a distancia de nuevo.
Transcurrió un año de trabajo y estudio intenso. El jefe de la planta envió un proyecto realizado por Juani a un certamen internacional. No salían de su asombro cuando el diseño de su silla quedó semifinalista. Tendría que viajar en junio a Nueva York con su jefe. También iría su novia, ambos merecían unas vacaciones en la Gran Manzana. Luego de cumplir con las formalidades del concurso, ambos se dedicaron a descansar. No sabían cómo hacer para pasar más tiempo juntos. Los dos tenían trabajos importantes y bien remunerados, ninguno podría prescindir de sus ingresos.
En ese momento recibió la llamada de Ugo. Lo invitaba a ir en julio al Suncébeat, una fiesta de música electrónica en Croacia que duraba una semana. A su grupo lo habían convocado para hacer una perfomance luego de que tocaran los DJ. Aceptaron encantados, era un plan muy divertido, a todos les gustaba ese tipo de música. Pensó que, si se enteraban sus padres, pondrían el grito en cielo: “¿Cómo vas a ir a esas fiestas electrónicas donde se consume droga y se apretujan multitudes?”. Se rio de su ocurrencia.
Cuando retornó a la empresa lo recibieron con un gran festejo. Estaban orgullosos de él. Le dieron un ascenso y una nueva oficina, pero él solo quería una semana libre en julio para ir al festival. Los mellis se encargaron de los preparativos, como Ljubina estaba en su país, irían los cinco en el automóvil de Pietro. El viaje era largo, más de nueve horas. Pararon en Monfalcone para comer algo y caminar un rato. Juani se acordó de Laura. Esta fiesta le trajo el recuerdo de la primera a la que había ido. Ugo conducía mientras le contaba que ella vivía en las afueras de Londres, era escritora y profesora de literatura. Se había casado y tenía un hijo. Le pidió a los chicos que cuando la vieran la saludaran de su parte. Llegaron al hotel a media tarde y se encontraron con Ljubina. Descansaron un rato y cenaron juntos. Reinaba la alegría.
Al mediodía empezaba la Suncébeat. Mientras caminaban, oían la música y las voces de la gente. En el hotel les habían comentado que ese año la venta de tickets había sido un récord, estaba lleno. Hicieron una larga fila para entrar. Ugo mostró sus credenciales especiales y los demás, las entradas que habían comprado. Pero algo sucedió, todos pudieron ingresar menos Juani. De manera amable preguntó el motivo. El encargado de las admisiones, con una voz muy ruda le dijo que aguardara unos instantes. De pronto se vio rodeado de policías que gritaban: “stop, stop”. Ni él ni sus amigos entendían nada. Se le cruzó un pensamiento tonto que le decía que esto era a causa de los influjos de sus padres. Ellos hubieran deseado que no lo dejaran entrar, que fuera para siempre el Ceniciento que regresaba temprano a su casa. Se rio tan fuerte que el policía se molestó. Él se disculpó y volvió a preguntar por qué no le permitían el ingreso. El oficial le pidió que lo acompañara hasta el patrullero. Ahí le explicó que había una alerta internacional por la presencia de un asesino serial en el país. Le dijo que su aspecto coincidía con el de él. Juani se sorprendió, pero vio la foto y eran parecidos. El oficial le tomó los datos biométricos y finalmente pudo comprobar que no era el hombre buscado. Le agradeció por su colaboración y lo acompañó hasta la entrada.
Cuando se reencontró con sus amigos, Juani les contó sus pensamientos. Entre risas, concluyeron que no era tan fácil superar ciertas limitaciones impuestas por los padres. Luego del episodio, tomaron unas cervezas y bailaron con desenfreno. Era una fiesta para disfrutar el estar juntos y la vida.
Silvia Lifschitz, escritora, nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Es Licenciada en Administración y Contadora Pública (UBA), Consultora Psicológica (Holos Capital), Terapeuta orientada en Focusing (Focusing Institute), Arteterapeuta (Primera Escuela Argentina de Arteterapia). Directora de Redacción de la Revista “Arteterapia. Proceso Creativo y Transformación”. Publicó Pájaros en el pecho (2015, cuentos), Una convención anual (2016, cuentos), La máscara azul (2017, cuentos), El aire fresco de la vida (2020, cuentos), Que tengas un buen viaje (2022, novela corta). Su cuento El pequeño elefante obtuvo el primer premio 2017 en el Concurso de Literatura organizado por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de CABA y el cuento La máscara azul, el primer premio 2017 en el XXXIII Certamen Nacional de Poesía y Narrativa Breve «Letras Argentinas de Hoy 2017».