Silvia Lifschitz: «El molino ya no está»

Esa tarde íbamos a encontrarnos con Lali a las tres en la Rural, en la entrada de Santa Fe. Estábamos entusiasmadas, las críticas que habíamos leído de la muestra inmersiva de Van Gogh eran muy alentadoras.

Salí de casa con el tiempo más que suficiente para ir caminando. A pesar del invierno, era un día primaveral. Además, pasado el mediodía, las calles no estaban tan concurridas y el trayecto se hacía agradable.

Caminé lentamente observando con detenimiento los lugares. Todo me resultaba interesante: las casas, los bares, las plazas. Mantenía vivo el asombro infantil. Estaba disfrutando cada paso que daba. Buenos Aires era muy bonita.

Llegué a la puerta de la exposición con el alma rebosante ante tanta belleza. Me sentía feliz, ese era el estado indicado para recorrer la muestra. Me entretuve mirando a la gente. Parecía que, quienes teníamos la posibilidad de pasear un día de semana y a esa hora, transmitíamos una sensación de ligereza. Esbocé una sonrisa por esa expresión y preferí no cuestionarla. El día era demasiado perfecto para que empezara con mis razonamientos que no conducían, habitualmente, a nada bueno.

A los pocos minutos llegó Lali, estaba radiante como solo ella sabía estar. Recuerdo haberle preguntado por su perfume, el aroma era exquisito. Me contó que lo usaba por primera vez, se lo había regalado su marido para el aniversario. Me aclaró que era la fragancia adecuada para esa ocasión: Sunflowers Morning Gardens. Mi amiga, tan detallista con su sol en Virgo, no dejaba nada librado al azar. Exhibimos nuestros tiques e ingresamos a un pasillo amplio con varios paneles que incluían información biográfica sobre Vincent.

Ni bien finalizamos la lectura, pasamos al salón principal. Era un espacio rectangular y bastante alto. Había unas cuantas columnas de hierro que formaban parte de su estructura. Todas las paredes y el piso recibían proyecciones diferentes de las obras de Van Gogh, menos el techo. La música era sublime y original. Con Lali nos sentamos en el piso, luego de un rato, nos recostamos. Había muchas personas haciendo lo mismo a nuestro alrededor.

Le susurré a Lali que no veía la hora de que mostraran La noche estrellada, amaba esa pintura. Ella, siempre tan paciente, me serenó diciéndome que ya llegaría. Nos quedamos en ese lugar, desde allí se veía muy bien. Acomodé mejor mi cuerpo y presté atención a las palabras del señor de al lado. Oí que decía: “C’est un voyage à travers l’œuvre de Vincent Van Gogh”. Entonces me metí en esa conversación y le pregunté, tratando de hablar lo más fluido y claro posible, cuándo mostrarían La nuit étoilée. Él me respondió con amabilidad que sería luego de Le Japon rêvé.

Giré la cabeza hacia la derecha para contarle a Lali, pero no la encontré. Me sobresalté, estaba sola, perdida entre las obras del pintor y rodeada de gente desconocida. Me incorporé alarmada y comencé a buscarla. Pero mi amiga no aparecía. 

Todo el espacio mostraba las distintas versiones de la famosa obra Le Moulin de la Galette. Eran las reproducciones de los cuadros que estaban en distintos museos del mundo. Pensé en el original que había visto en el Bellas Artes el verano pasado. Recordaba la emoción que me habían transmitido las dos parejas que estaban en la escena. La más cercana, con su ropaje humilde, pero de domingo, y sus rostros sin expresión. La del mirador, con los ojos fijos en lontananza, pintados con trazos ensombrecidos. Me preguntaba si desde allí se vería el río Sena. Un cielo luminoso, celeste y blanco, coronaba el paisaje. Recordé las palabras de un estudiante de arte: en aquella época, la gente se reunía y comían galletas, bebían el vino llamado guinguet y bailaban.

Me incorporé y caminé entre la gente, la escasa luz no favorecía mi visión. De pronto, percibí una brisa suave. Sin dudas los productores de la muestra habían contemplado todos los detalles sensoriales para que, como espectadores, nos sintiéramos dentro de las obras del pintor. Hice un comentario al pasar sobre el viento en mi cara y una mujer me miró con extrañeza. Abandoné el recinto, estaba demasiado impaciente por reencontrarme con Lali. En la calle, busqué a mi amiga entre los transeúntes. Pero no estaba por ningún lado. Me llamó la atención la fachada, no era como la recordaba. Tenía unas letras grandes que sobresalían y formaban las palabras Atelier des Lumières. Caminé hacia la esquina y vi que estaba en la rue Saint-Maur, no en la calle Santa Fe.

Saqué de la mochila el celular y puse el mapa digital, no entendía cómo, pero el plano era del distrito XI de París. Marqué el número de Lali. Pero recibí como respuesta que no tenía acceso a llamadas internacionales. Pensé que quizás estaba sufriendo una despersonalización, pero no me sentía desconectada, solo un poco afligida por mi amiga. Le supliqué a mi cerebro que me aclarara si estaba en Buenos Aires o en París. Oí una voz interna, que no era otra que la mía, que me hablaba intercalando el francés y el español, y me preguntaba en qué año estábamos. La respuesta dependía de ese dato. Balbuceando dije en 2019, pero me corregí inmediatamente, era el 2022. Me contradije a mí misma, estaba en el 2019. No tenía recuerdos nítidos del 2020 ni del 2021. Busqué el calendario en el teléfono, pero la aplicación, por sí sola, pasaba de año en año a un ritmo vertiginoso. La situación era muy grave, estaba perdida en el tiempo y el espacio.

Crucé la calle y fui al café. La bella canción de Don McLean, envolvía el lugar. Sonaba con un leve acento francés. Sin perder un instante, conecté el móvil a la wifi y llamé por WhatsApp a Lali:

—Hola, amiga. ¿Dónde estás? Desapareciste —dije.
—¿Qué decís? ¿Cómo que desaparecí? Estuve toda la tarde viendo una miniserie francesa que me tiene atrapada —respondió ella.
—¿Cómo? Si estábamos juntas viendo a Van Gogh.
—¿De qué hablás? Hoy vi cinco episodios de Dix per cent. Te la recomiendo, está buenísima. ¿Por qué no venís a casa y comemos algo?
—No sé cómo ir. Te comparto la localización y me ayudás —dije bastante confundida.
—Guau, vos sí que sos una trotamundos. ¿Cuándo llegaste a París? No dejás de sorprenderme. Esta vez te pido que no te olvides de traerme un recuerdo de la Torre Eiffel.

Me despedí de Lali y vagué por las calles sin rumbo fijo, sin pasaporte y sin euros. Caminé lentamente observando con detenimiento los lugares. Todo me resultaba interesante: las casas, los bares, las plazas. Estaba en la ciudad luz, pero yo me encontraba en la más oscura de las sombras. Me interné en mi propia lucha contra los molinos de viento. No los de Montmartre sino los míos. Leí en el folleto que me habían entregado la frase que Vincent le escribió a su hermano: “El molino ya no está; pero el viento sigue, todavía”.


Silvia Lifschitz, escritora, nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Es Licenciada en Administración y Contadora Pública (UBA), Consultora Psicológica (Holos Capital), Terapeuta orientada en Focusing (Focusing Institute), Arteterapeuta (Primera Escuela Argentina de Arteterapia). Directora de Redacción de la Revista “Arteterapia. Proceso Creativo y Transformación”. Publicó Pájaros en el pecho (2015, cuentos), Una convención anual (2016, cuentos), La máscara azul (2017, cuentos), El aire fresco de la vida (2020, cuentos), Que tengas un buen viaje (2022, novela corta). Su cuento El pequeño elefante obtuvo el primer premio 2017 en el Concurso de Literatura organizado por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de CABA y el cuento La máscara azul, el primer premio 2017 en el XXXIII Certamen Nacional de Poesía y Narrativa Breve «Letras Argentinas de Hoy 2017».

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