Me desperté muy confundido. Estaba soñando con una mujer que no era joven. Tenía una expresión tan serena que me conmovió. En vano intenté asociarla a alguna de mis tantas conocidas. No hubo caso, no podía recordar ese rostro, aunque algo en mí decía que era importante que lo hiciera.
Me pregunté si sería alguna de mis novias del pasado. No entendía por qué sentía el corazón oprimido si ella me había transmitido paz. Con mucha dificultad me incorporé, no era el mejor momento para mí, pensaba que debería seguir acostado, después de todo, era solo un sueño. Sin embargo, una fuerza oculta me interpelaba, claramente me obligó a moverme, a dejar mi cálido refugio para ir en busca de aquella desconocida. Y ahí estaba yo, dispuesto a seguir ese mandato.
Me podían recriminar muchas cosas, pero nunca, nunca que no fuera un tipo obediente. El tema era que, primero, no sabía a quién estaba obedeciendo y, segundo, que no tenía la menor idea cuál era mi misión. Ese pensamiento me hizo sentir muy tonto y ese adjetivo me puso de mal humor. Cuando caía en esos estados de ánimo, deseaba que nada ni nadie se acercara a mí. No eran pozos depresivos, era el más puro enojo que generalmente exteriorizaba con un grito potente que hacía temblar hasta las ramas de los árboles.
Fui hasta la entrada, el día estaba radiante, soleado y fresco. La suave brisa me ayudó a despabilarme. Caminé con pasos cortos y seguros. Me alejé solo unos metros de mi hogar. Desde allí observé los movimientos de mis vecinos: algunos corrían con gran velocidad, era maravilloso verlos, otros se desplazaban de una forma en la que yo nunca lograría hacer. Unos pocos, parecían deslizarse sobre el suelo. Cada uno iba concentrado en sus tareas cotidianas, en sus propios mundos. Saludé al que vivía más cerca, pero él estaba ensimismado en sus quehaceres y no me vio. No había ninguna mujer en las cercanías. Me di la vuelta para regresar cuando oí una especie de susurro en mi oreja derecha: era ella y me estaba llamando. Giré el cuerpo y me desilusioné al no encontrarla. Me preocupé, si bien no creía en los fantasmas, tampoco me gustaba tener alucinaciones de ese tipo. Hacía un tiempo había hablado con unos amigos de mis obsesiones. Les había contado que de tanto repetir los mismos pensamientos, finalmente se transformaban en realidad. Les relaté aquella vez en la que pensé que si comía seis nueces juntas me dolería el estómago y así había sucedido a pesar de que me habían dicho que esos frutos eran buenos para el sistema cardiovascular, el nervioso, el digestivo y el reproductivo y que, además, proporcionaban mucha energía. Pero como mi mente había decretado que si ingería una porción abundante me caería mal, la profecía se había autocumplido.
Sacudí la cabeza con fuerza, quería echar de mi mente a esos invasores. Solamente había soñado con una dama encantadora, ella no tendría que estar acechándome ahora. Sin embargo, mis intentos fueron en vano. Mi cuerpo continuaba sintiendo el pedido de auxilio desesperado de la mujer: “Por favor, ayudame, sos el único que me puede salvar. Necesito que me muestres mi sendero. ¿Por qué no venís?”. Terminó de decir esa frase y oí con nitidez su llanto, tanto fue así, que me pareció que sus lágrimas salpicaban mi cuello.
Haciéndome el disimulado, luego de mirar para los cuatro costados y comprobar que no había nadie, le pregunté para qué necesitaba mi ayuda. Y, antes de que me respondiera, me apresuré y le dije que no ayudaba a desconocidos. Fue en ese instante en el que ella empezó a llorar y a los gritos me contestó que era mi obligación guiarla. Que así estaba escrito en las estrellas. Yo cada vez entendía menos. ¿Quién había escrito un mensaje en el cielo? ¿Por qué todos los locos y locas se me acercaban? A esa altura de mi vida no tenía dudas, seguramente hacía algo para atraerlos. Recordaba que mi madre siempre me decía un refrán: “Dios los cría y el viento los amontona”, ahora lo entendía con claridad. Habitualmente se me acercaban dementes. ¿Y si el alienado era yo? ¿Cómo se denominaba a alguien que oía voces a su alrededor?
Decidí volver a casa. Esa situación me estaba alterando más de la cuenta. Sin embargo, la voz atrevida no dejó de perseguirme y presionarme. Entonces dijo algo que me molestó y mucho: “Claro, vos andá tranquilo a tu guarida y dejame desamparada. Total, yo me las arreglo sola”. Qué irrespetuosa, había llamado guarida a mi hogar. Si con esa actitud pretendía conseguir mi ayuda, la verdad era que iba por muy mal camino. Pero el colmo fue cuando me gritó: “Te hacés el lindo e importante porque sos grandote”. ¡Qué impertinente que era! Detuve mi andar, y con mi voz más potente y temeraria le grité que no me fastidiara más. Y la increpé preguntándole quién se creía que era para suponer que estaba obligado a asistirla. Se hizo un silencio sepulcral, hasta los pájaros habían detenido su vuelo. De pronto, oí la voz apenas audible de aquella mujer. Se disculpó por su falta de cortesía y me imploró —sí, esa era la palabra— me imploró que la cuidara. Me dijo que sabía que era muy poderoso, quería sentirse protegida por mí.
Intenté calmarme inspirando profundamente. Detuve la marcha y me predispuse a dialogar con ella. Creía que si no lo hacía no me iba a librar de ese susurro recriminador y la verdad era que me estaba alterando. Con mi tono más gentil le pregunté qué quería de mí.
—Oh, gracias por escucharme. Me siento débil —dijo ella.
—¿Te sentís débil? Qué extraño que digas eso. A mí me parecés una mujer valerosa y muy resuelta —le dije con bastante ternura.
Vi un esbozo de sonrisa en su rostro. Dejando de lado su impertinencia, con timidez me pidió permiso para acercarse y tomarme la mano. Me sobresalté al oír su pedido, no entendía qué podía transmitirle el contacto con esa parte de mi cuerpo. Un poco a regañadientes acepté su petición.
La vi frágil, pero sentí que su espíritu era muy potente. Era una líder en todo el sentido de la palabra. ¿Qué le habría sucedido para que fuera tan temerosa? Emanaba una energía increíble y mucho coraje. ¿Por qué nos costaba reconocer nuestras virtudes y fortalezas? Me predispuse —con mucha fuerza de voluntad— a ayudarla. Se mostraba desprotegida y desamparada a pesar de que poseía en su interior el poder que anhelaba, el que estaba buscando afuera.
Le pregunté cómo quería que la nombrara.
—Llamame Pequeña, como en la canción —dijo como si yo supiera de qué estaba hablando.
—No conozco esa canción. ¿Tenés ganas de cantarme unas estrofas? —le dije con simpatía.
—Me da un poco de vergüenza, no soy muy afinada, pero ahí va: “Pequeña…/ te digo pequeña,/ te llamo pequeña/ con toda mi voz/ mi sueño/ que tanto te sueña,/ te espera, pequeña/ con esta canción”.
Sonaba tan lindo, tuve ganas de pedirle que cantara un poco más. Pero no quería desviarme del tema. Todavía no sabía qué necesitaba de mí.
—¡Qué canción tan bonita! Me gusta tu voz. ¿Cómo te puedo ayudar, Pequeña?
—Quiero que me enseñes a ser fuerte y tener coraje. Soy miedosa y no tengo iniciativa. Todo me asusta —dijo compungida.
—Me sorprende que no te des cuenta de lo valiente que sos: me buscaste y me encontraste, no aceptaste mis negativas ni permitiste que te afectara mi mal humor, no te amedrentó ni mi tamaño ni el lugar en donde vivo. Te propusiste pedirme ayuda y lograste algo casi imposible para cualquiera: me convenciste. Sos una mujer grandiosa. A partir de ahora, cada vez que necesites reforzar tu fortaleza, solo invocá mi nombre y ahí estaré en un abrir y cerrar de ojos —le dije con confianza.
—¡Gracias! ¿Querés saber por qué te busqué? —dijo Pequeña.
—La curiosidad me está matando.
—Lo hice porque sos mi animal espiritual, el oso que me protege. El chamán me dijo que eras mi tótem y que para estar completa tenía que unirme a vos. Por suerte ahora estamos juntos —me dijo mientras se fundía con mi pelaje en un gran abrazo.
Silvia Lifschitz, escritora, nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Es Licenciada en Administración y Contadora Pública (UBA), Consultora Psicológica (Holos Capital), Terapeuta orientada en Focusing (Focusing Institute), Arteterapeuta (Primera Escuela Argentina de Arteterapia). Directora de Redacción de la Revista “Arteterapia. Proceso Creativo y Transformación”. Publicó Pájaros en el pecho (2015, cuentos), Una convención anual (2016, cuentos), La máscara azul (2017, cuentos) y El aire fresco de la vida (2020, cuentos). Su cuento El pequeño elefante obtuvo el primer premio 2017 en el Concurso de Literatura organizado por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de CABA y el cuento La máscara azul, el primer premio 2017 en el XXXIII Certamen Nacional de Poesía y Narrativa Breve «Letras Argentinas de Hoy 2017».