Muchos años atrás, tantos que ni siquiera recuerdo el nombre del pueblo de este relato, me quedé un tiempo en el hogar de un amigo inglés en Japón, en las afueras de Osaka. Los días de semana, mientras Asher enseñaba inglés en la ciudad, yo me quedaba en la casa. Mi tiempo transcurría entre el arduo aprendizaje de la escritura del hiragana y katakana y la repetición incansable de palotes para acostumbrar mi mano a esos silabarios. De vez en cuando, leía algún libro sencillo que contaba el origen del kanji. Así fue como aprendí que el nombre del país, Nippon, está compuesto por dos ideogramas: sol y origen. De ahí, el popular “País del sol naciente”.
En los recreos que me tomaba, aprovechaba para ver películas europeas, una de ellas fue La insoportable levedad del ser. Recuerdo haber llorado mientras la veía. Quizás no había sido por el filme, sino por mi vida. Me preguntaba por qué me quedaba con Asher. La nuestra era una relación insípida, la unión ocasional de dos soledades. Por estar con él había postergado la vuelta a Canadá. Claudia me esperaba hacía un mes en Toronto.
Una tarde, estaba tan atormentada por mi falta de progreso en el estudio de ese idioma extraño, que decidí ir a dar un paseo, no sin antes cuestionar con dureza mi decisión. Si no me dedicaba más al aprendizaje, no avanzaría. Además, casi no conocía el pueblo. Solo había recorrido unas pocas cuadras el día que había llegado. Me habían llamado la atención las minúsculas parcelas en las que cultivaban arroz.
La mayoría de los fines de semana, íbamos con Asher a otros pueblos cercanos en motocicleta. Todavía resuena en mi cabeza la canción de Tracy Chapman que escuchábamos en la moto a todo volumen. A pesar del tiempo transcurrido, cuando oigo esa melodía, las imágenes de ese viaje se hacen presentes.
Aquel era un día otoñal, soleado, de temperatura agradable y me sentía muy animada para explorar nuevos lugares. Además, había leído en la guía turística, que los colores de las hojas de los árboles cambiaban al naranja, rojo, amarillo y marrón. Era una pena que no fuera primavera, no podría ver los sakuras, los cerezos florecidos.
Rememoré la noche que Makiko, mi compañera japonesa de habitación en el colegio de Chicago, me había dicho que debía ir a su país. Que yo tenía una de las características que ellos más valoraban: siempre sonreía. Sus palabras me habían dado el empuje necesario para ir a una agencia de viajes y comprar el tique aéreo. Por ese fortuito encuentro es que estaba en aquella zona del mundo.
Aproveché la salida para mirar todo con ojos de turista: las calles, los negocios, las casas. Estas eran chiquitas y angostas, algunas de dos plantas. Suponía que serían similares a la que habitábamos con Asher: había un dormitorio con el tradicional tatami, un living y cocina diminutos. Era tan alta la densidad poblacional en el país que no podían permitirse el lujo de construir viviendas amplias.
Caminé un rato largo. Estaba muy entusiasmada y no reparé en que el trayecto era muy sinuoso. Quizá fue por mi pésimo sentido de la orientación o la falta de atención, lo cierto es que ese bello paseo se convirtió en un mal sueño porque me perdí. Cuando quise regresar, advertí que no podía hacerlo. Iba sin ton ni son, atravesé varias curvas y unas cuantas diagonales. Así fue como conseguí desorientarme más aún. Abrí la riñonera para buscar el mapa y la dirección de la casa, saqué las pocas cosas que tenía dentro y comprendí que había cometido un error fatal: había salido sin llevar conmigo ninguna de las dos cosas. Hice un tremendo esfuerzo para no desmoronarme, me sentía muy impotente.
En aquella época no existían los teléfonos móviles, ni el GPS, ni siquiera el email. Solamente se usaban los mapas de papel. Y debido a mi distracción, al cansancio, o quizás, a un exceso de confianza, estaba en una situación delicada, no tenía idea de cómo regresar.
Por eso, para serenarme, miré fijamente las copas de los árboles amarillentas y rojizas que me rodeaban y les supliqué que me transmitieran parte de su sabiduría. Me senté en un banco que había en una esquina debajo del arce más frondoso y comencé a escribir. Necesitaba que la delicadeza de los haikus calmara mi malestar. Garabateé algunas palabras sueltas y luego les di la estructura. Escribí algo sencillo pero reconfortante: “Hojas caídas/ amarillo musical/ la gente pasa”. Después de un rato, me incorporé y seguí mi marcha sin destino.
Recorrí durante un rato una zona desconocida pero céntrica. Ese paisaje me alivió, yo vivía en una gran ciudad y me desenvolvía mejor allí que en los entornos naturales. Estaba convencida de que pasaría la noche en la calle. Para disminuir mi preocupación, entré en un mercado que tenía algunos puestos de comida y compré una porción de sushi vegetariano. No quería agregarle la sensación de hambre a la que ya sentía por estar perdida en un país en el que no podía comunicarme. Por suerte, me alentó saber que el pueblo era muy seguro, como todos los sitios en Japón.
Tenía una emoción que no lograba descifrar. No me acordaba de haber vivido otra experiencia de ese tipo en mi vida. ¿Cómo iba a pedir indicaciones a la gente si no sabía la dirección del apartamento? Era la primera vez que no tenía una pregunta para formular. Solo se me ocurrió esperar. Creía que la espera y la calma traerían la solución a mi problema.
Seguí caminado por una calle angosta hasta que, al fondo, me topé con una escalinata. Me senté cerca de la pared. Abrí el estuche de la comida y, entre bocado y bocado, hice una pausa. Era mi manera de aguardar que algo iluminara mi cerebro. No tenía noción del tiempo, pero estimaba que, por la cantidad de piezas de sushi que había comido, habría pasado más de media hora. A punto de levantarme para proseguir la marcha, vi que una anciana se sentaba a mi lado. Me miró con una expresión muy dulce y, con mucha delicadeza, recorrió mis mejillas con un pañuelo suave para secarme las lágrimas. No intercambiamos ni una palabra, no podíamos hacerlo. Pero la sutileza de su acción y el recuerdo de las palabras de Makiko, me dieron fuerzas y recuperé el valor para seguir adelante.
Hubiera querido llamar a mi padre para contarle qué me estaba pasando. Pero no tenía ganas de oír el “¿estás loca? ¿Qué hacés ahí? Te lo advertí, vos nunca nos hacés caso y así es como te va. A ver cómo te las arreglás ahora”. No estaba dispuesta a escuchar sus reproches, además, él tampoco podía ayudarme. Lo mejor era seguir adelante y confiar en mí misma.
Sabía que tenía una carta que jugaba a mi favor y era que recordaba cómo volver a lo de Asher desde la estación de tren. La casa quedaba a unos setecientos metros de ahí. No había visto demasiado bien el trayecto porque habíamos llegado de noche. Sin embargo, recordaba que el paisaje era campestre, con casas bajas, parecidas entre ellas. Me había sorprendido que en el trayecto habíamos cruzado dos o tres lotes en los que había arrozales. Esas imágenes me habían quedado grabadas. Si bien era un dato menor, sentía que era importante, que podría salvarme.
Alrededor de las ocho de la noche, cuando ya había oscurecido y el llanto se había estancado en mi garganta, vi a muchas personas caminando hacia mí. Imaginé que eran empleados de oficinas por sus caras de cansancio y sus vestimentas. Observé que casi todos los hombres usaban pantalones oscuros y camisas blancas, algunos llevaban sacos. Las mujeres no diferían demasiado de los varones, excepto por las faldas no muy cortas, negras o azules y blusas claras. Seguramente esas personas volvían a sus casas luego de una intensa jornada laboral. Era habitual que sus lugares de trabajo estuvieran ubicados en las ciudades importantes y las viviendas en las afueras. Por eso supuse que habían bajado del tren que los traía de regreso. Me puse contenta. Sabía que, si me acercaba a la estación, encontraría mi camino.
Recorrí un par de cuadras con pasos ligeros, llegué y observé el lugar. Esa no era la estación que recordaba. En ese momento descubrí que a ese poblado tan pequeño llegaban dos líneas ferroviarias y tenían sus paradas en sitios diferentes. Intenté no desanimarme, me senté en un umbral de cemento y reflexioné por un instante.
Tomé una decisión valiente, la de seguir el trazado de las vías, estaba convencida de que ambas redes se cruzarían en algún punto. Pero al alejarme unos cientos de metros, me introduje en un paisaje desolado y sombrío. Sentí un poco de temor y me entregué a seguir mi corazón; el ritmo de los latidos guiaría mis pasos. Esto me obligó a retroceder y volver a la terminal.
Ya casi sin ningún recurso disponible, y con mi ingenio agotado, se me ocurrió una última idea. Me sentí como una maga que sacaba una tela colorida de una galera. Conté cuántos yenes tenía, eran pocos, pero quizás los suficientes para pagar un viaje en taxi. Apelé a las lecciones de japonés que me enseñaba con tanto esfuerzo Yuko. Ella venía a la casa de Asher dos veces por semana. Me acerqué a un auto amarillo que tenía un cartel iluminado en rojo. La profesora me había enseñado que ese color indicaba que estaba libre. El chofer abrió la puerta trasera, me senté y dije con mucha soltura eki. Me sonreí al ver los guantes blancos del conductor y los apoya cabezas cubiertos de encaje. Al menos el cansancio y la oscuridad no habían amedrentado mi lógica. Era obvio que, si estaba en una estación de tren y yo pronunciaba esa palabra, me llevaría a la otra.
Así fue como llegué a ese lugar conocido. Pagué el viaje, le dije arigato al taxista y me bajé. Recorrí los metros que me separaban de la casa de mi amigo inglés con una sonrisa y canturreando. Pasé por un local que aún no había cerrado y compré una botella de sake y unos cuantos dulces de porotos aduki.
Asher, ni bien escuchó que me acercaba a la entrada, abrió la puerta. Tenía cara de preocupado. Le conté con lujo de detalles toda la historia y él me abrazó con mucha fuerza. Me dijo que estaba feliz de que nada me hubiera pasado. Le di las delicias que había comprado y él exclamó: “Esta noche es para celebrar”.
Silvia Lifschitz, escritora, nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Es Licenciada en Administración y Contadora Pública (UBA), Consultora Psicológica (Holos Capital), Terapeuta orientada en Focusing (Focusing Institute), Arteterapeuta (Primera Escuela Argentina de Arteterapia). Directora de Redacción de la Revista “Arteterapia. Proceso Creativo y Transformación”. Publicó Pájaros en el pecho (2015, cuentos), Una convención anual (2016, cuentos), La máscara azul (2017, cuentos), El aire fresco de la vida (2020, cuentos), Que tengas un buen viaje (2022, novela corta). Su cuento El pequeño elefante obtuvo el primer premio 2017 en el Concurso de Literatura organizado por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de CABA y el cuento La máscara azul, el primer premio 2017 en el XXXIII Certamen Nacional de Poesía y Narrativa Breve «Letras Argentinas de Hoy 2017».