Había en la vivida Avenida Corrientes, una agitación un tanto especial.
En la ciudad de Buenos Aires, siempre tan “tranquila”, dormía en medio de la calle un muchacho.
Hicieron esfuerzos de sacarlo de allí por medio de palabras, pero fracasaron. La muchedumbre al final se cansó de pedírselo amablemente, y comenzó a reinar la emociónde la ciudad; la furia.
El muchacho, desde mi testimonio superficial, no parecía estar en situación de calle de larga data, pues llevaba traje planchado como para salir a trabajar, los zapatos de cuero lustrados, solo sus ojos, algo rojos, me advertían que algo no andaba bien en él.
—Puede que haya consumido algún estupefaciente, pobre chico—, le comento a mi viejo amigo, con el que justamente había salido a pasear.
Rodolfo sostiene que bien podría ser víctima de algún “caso especial”. Entonces me abro paso de la gente, y amablemente le pido al chico que me acompañe a comer. El muchacho me sigue el paso, y los autos continúan su paso en la calle.
Cuando salvé al muchacho de que no lo matara una patota a golpes, no noté nada más extraño en él más que el hecho de que en su mirada baja, su tono de voz decaído, una melancolía insondable.
En la cafetería “Julio Cortázar”, pedimos dos cafés y yo pedí para mí, un granizado de menta.
—¿Cómo te llamás?, yo soy Agosto Quinto Díaz—
—Me llamo Laurel Álvaro Echevarría, Lau para los amigos—
—¿Hay un motivo por el que te llamaron así?, no puedo burlarme claro, porque también tengo un nombre… poco común—
—Yo me llamo Rodolfo Pérez—, dice mi amigo, que ahora comprendo que le ignoré, pues seguimos hablando sobre el origen de nuestros nombres tan extraños.
El ambiente era más o menos así; Rodolfo, es muy silencioso ante gente nueva, y yo, que tampoco soy muy hablador, pero tampoco mudo, me esmero en buscar un tema de charla.
El joven llevaba una mochila negra, sencilla, pero tenía un llavero de porcelana verde.
Aquella peculiar forma… es el tercer disco de Pescado Rabioso, ¡Artaud!
Este tema hizo que en minutos incluso Rodolfo comenzara a hablar, hablamos sobre el rock nacional, el dolor de haber perdido hacia unos meses al maestro Gustavo Cerati.
—Si yo tuviera ese talento, esa paciencia para hacer estas figuras de porcelana haría un emprendimiento—, tras decir yo estas palabras hay un breve silencio.
—No debería contarle mis problemas a alguien a quien acabo de conocer, pero como tenemos casi la misma edad… Tengo dieciséis años, y para mi padre no existo, todo el dinero que gana en el día lo guarda en su cofre.
Hoy traté de conseguir trabajo, y me rechazaron.
Mientras estaba recostado en medio de la calle, en ese momento sentí mi mente en tinieblas, sin fuerzas, no me habría levantado, aunque un camión me hubiese…—, se detiene cuando lo abrazo, y en ese momento sentí que tenía frente a mí a un cachorrito perdido.
—Un auto habría bastado, en cambio un camión. —, dice Rodolfo, a quien intento hacer callar de un codazo. Este maldito antisocial.
—Podes contar con nosotros, y también necesitas ayuda psicológica—
—Tarán… frente a ti hay un profesional de almas en pena—, dice ansioso Rodolfo, ya deseando presentar nuestro negocio.
—Te mato si no te callas—, le amenazo, disimulando el tono como en broma. Más de un millón de veces le pedí que me dejara a mí el trabajo de convencer a los clientes.
Pese a mi amenaza, sigue con su perorata.
Rodolfo pone su mano detrás de la espalda del muchacho, sin embargo, no la apoya, sino que sujeta algo; una cría del Demonio de la Avaricia.
Nos analiza rápidamente con sus ojos ámbar semejantes a un tigre manso y rencoroso, que enjaulado, desconoce entre su enorme y pequeño mundo, quien entre todos los ojos que le observan, es su captor, su enemigo.
—¡Es sorprendente!, ¿qué fue lo que hiciste, que por unos segundos sentí que no me pesaba una mochila llena de piedras?, que extraño—, dice Laurel con los ojos lagrimosos de alivio.
Una palabra llevó a la otra y pasamos de ser extraños a parecer mejores amigos. Esta manipulación, idónea para conseguir un cliente, es la que luego Rodolfo me reprocha de ser despreciable, pues él siempre va al punto.
Pero el alquiler de los casos especiales, los paseos en la cafetería favorita del escritor Julio Cortázar, ni la calidad de vida de mis gatos van a pagarse solos.
Y yo, el quinto descendiente de la familia Díaz nacido el mes de agosto, temo que encontré al fin mi gallina de los huevos de oro.
Pronto descubrí que era el hijo de un empresario, si bien su apellido resonó en mi mente como lo que aparece detrás de todas las marcas de las galletitas.
Su padre, Edmundo Echevarría, con su carácter agresivo y arrogante, había criado a su hijo nada más lejos de la realidad de una cuna burguesa; no tenía una moneda en sus bolsillos.
Nos dirigimos al palacio de Palermo, para ir a ver al padre de Laurel. Antes le habíamos investigado, había aparecido de pronto en el mundo empresarial, con éxitos inmediatos.
Aparece tras la espera, el Sr. Echevarría llevando tras su espalda, una bestia de enormes fauces, de patas negras zigzagueantes susurrándole detrás de sus orejas, que no era suficiente, necesitaba más dinero.
Rodolfo le lanza una moneda, y el demonio se dispara a agarrarla. Antes de que la moneda tocara el suelo, tomé con fuerza el brazo de Laurel, y lo lancé hacía su padre. Sin que nos vieran actuar, con unos arbustos de laurel haciéndonos sombra, devoramos al demonio dentro de nuestros cuerpos como siempre. Cuento en mi interior ya unos diez, lo extraño es que nunca me pasó nada.
Laurel y su padre quedaron en buenos términos, y cobramos buen dinero.
Pero en mi pensamiento no puedo evitar el pensar que estos demonios me están enloqueciendo. Y tras haber devorado al demonio visible, no puedo dejar de escuchar voces, quienes me suplican por más monedas. Perdón Rodolfo por callar, cuida a mis gatos, ¿Sí?.
Zoe Gauna, escritora (cuentista, ensayista) nacida en Buenos Aires, Argentina, el 3 de octubre de 2004.
Bibliogauna: cuenta literaria.