Flavio Crescenzi: «Arte y técnica; delincuencia y literatura»

Fue tiempo atrás cuando accedí por primera vez a un par de textos y poemas de Flavio. Recuerdo que me salió decir: “¡Epa, este ñato escribe!” Para nuestra suerte hoy asiduo colaborador de Devenir111, lo entrevistamos.

Devenir111:
  Contanos algo de tu infancia y crecimiento…
Flavio:
  Bien, supongo que deberé comenzar por el principio. Nací en la ciudad de Córdoba, en 1973, año en que, entre tantas otras efemérides, EE. UU. retira oficialmente sus tropas de Vietnam, Cámpora es electo presidente, Allende es asesinado por las fuerzas del golpista Pinochet, Francisco Umbral publica Los males sagrados, Led Zeppelin ofrece una serie de conciertos en el Madison Square Garden que tres años después se convertirían en material de una película y Bruce Lee se va de entre los vivos para convertirse en una venerabilísima leyenda.
  Mis padres, ambos extranjeros, habían decidido instalarse en aquella provincia para probar suerte «lejos del mundanal ruido», que ya resonaba con fuerzas por aquellos tiempos en la Capital Federal. Sin embargo, a los pocos meses de mi advenimiento, que fue un 20 de julio, ellos se separaron de una forma muy poco decorosa. Mi madre, con complicidad de la suya (es decir, de mi abuela, no de su madre, estimado Miguel Ángel), inició una huida novelesca por algunos países hispanoamericanos, huida a la que yo fui involuntariamente arrastrado, menos como rehén que como bolso de viaje. En Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, me bautizaron. De ahí me trasladaron al Ecuador, de donde era oriunda mamá, para luego traerme de regreso a Buenos Aires, cuando yo ya había cumplido tres años. Lo recuerdo muy bien porque el mundial del 78 lo pasé aquí: la gente festejaba a viva voz, y yo creía que la estaban torturando (la Historia, en algún punto, terminó validando mi intuición). Viajamos a Perú a principios del 79; volvimos en el 82, días antes de que estallara la guerra de Malvinas, y desde entonces resido en Capital.
  Mi infancia, como se podrá apreciar, estuvo signada por las mudanzas y los viajes, por los cambios de entorno y de cultura, y por la falta de una figura paterna que me vi forzado a buscar, ya de adolescente, en alguno que otro libro. A mi padre —el de carne y hueso, quiero decir— lo traté, no obstante, en varias ocasiones, aunque ninguna de ellas me resulta hoy en día memorable.

Devenir111:
  ¿Cuándo/cómo te acercaste a la literatura —o ella a vos—, como lector y como escritor? ¿Es algo que «se fue dando»? ¿Recordás algún encuentro o acontecimiento que lo precipitara?
Flavio:
  Durante mi infancia, mi madre se ocupó de incentivar mi gusto por la lectura. Ella fue criada con la cándida idea de que un «hombre de bien» tenía que poseer una sólida y vasta cultura general. Así pues, no faltaban en casa ni diccionarios, ni enciclopedias, ni esas colecciones de clásicos adaptados para niños. En el colegio, además de ser el favorito de mis docentes de Lengua y Literatura, participaba en clubes de lectura y en cosas parecidas, y así me topé con autores de otros géneros (como la ciencia ficción, que me mantuvo cautivo por un par de años).
  De la lectura pasé paulatinamente a la escritura, que es lo que suele ocurrir en la mayoría de los casos. Los ejercicios de redacción o composición que me daban en la escuela y después en el colegio se convirtieron pronto en una oportunidad perfecta para dar a conocer mis primeros conatos literarios, algunos de los cuales —al menos, en aquel reducido territorio estudiantil— tuvieron muy buena recepción.
  Finalmente, llegó la poesía con su fuerza arrolladora y sus encendidas promesas de libertad a contrapelo. Me dejé embargar y embriagar por ella, y me convertí en su adepto, pero también en su amante (para tranquilidad de Federico); fue tan profundo este encontronazo que no quería hacer ninguna otra cosa en la vida, excepto leer y escribir poemas. Por supuesto, era consciente de que la realidad estaba muy por encima de mi deseo, por lo que resolví encontrar un término medio o algo así, y me puse a estudiar la carrera de Letras. Lo que ocurrió más tarde, como diría Paul Verlaine, «es literatura».

Devenir111:
  ¿Tres textos (de cualquier índole y autor) cuya lectura te haya «marcado» en la juventud; y por qué?
Flavio:
  Es difícil precisarlo, pues creo que todos pasamos por varias juventudes. En mi caso, por lo pronto, reconozco dos: una primera, quizá más consagrada a la experiencia, que es cuando lo hacemos todo movidos por la curiosidad y no por algún criterio, digamos, restrictivo, y una segunda, más formada y orientada, que servirá de base para erigir el edificio que probablemente seremos de maduros.
  Bien, de mi primera juventud, rescato estos tres: Estación de tránsito, de Clifford D. Simak, Matrimonio del cielo y el infierno, de William Blake, y Bestiario, de Julio Cortázar. De mi segunda juventud, sin duda, Altazor, de Vicente Huidobro, Espadas como labios, de Vicente Aleixandre, y El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias. Los tres primeros causaron una profunda y duradera impresión en mí, tan profunda y duradera que todavía los recuerdo con cariño, aunque no sé si los volvería a leer en un futuro cercano. Los tres últimos, junto a otros siete, integran aún mi canon personal, y a ellos regreso cada vez que el azar y la necesidad me lo demandan.
  ¿Qué puedo decir de estos libros? La verdad es que bastante, pero prometo ser breve.
  En el caso del de Simak, que es una novela de ciencia ficción, confieso que me cautivó la historia. Una historia llena de remisiones a la gran literatura y a los problemas que en ella se plantean. Sus personajes, Enoch Wallace, el hombre que custodiaba la estación de tránsito en la Tierra desde que se lo propusieron después de la guerra de Secesión, y que no envejecería mientras estuviera dentro, detalle que, como es lógico, se convertiría en un problema; Ulises, el amorfo viajero extraterrestre que estaba enamorado del café negro que le preparaba Enoch Wallace, y Lucy, una muchacha sordomuda que oficiaba de contraparte femenina (al menos, hasta que apareció Mary, imagen creada artificialmente que representaba a todas las mujeres importantes para el guardián de la estación), son inolvidables. Sí, Estación de tránsito es una obra que, en su momento, disfruté muchísimo.
  Lo que experimenté con el libro de Blake fue diferente. «Los proverbios del infierno», esa lista de máximas amorales, me acercó por vez primera al malditismo, que luego confirmaría con Baudelaire, Rimbaud y Lautréamont. En esa parte de Matrimonio del cielo y el infierno, encontramos frases como «El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría», «La Prudencia es una vieja solterona, rica y fea, cortejada por la Incapacidad» o «Las prisiones son edificadas con piedras de la Ley; los burdeles, con ladrillos de la Religión», frases que, si lo pensamos bien, anticipan a Nietzsche, y que yo mismo he usado como epígrafes en más de una ocasión.
  Bestiario, sospecho, es la mejor vía para adentrarse en la obra cortazariana y, posiblemente, de todos sus libros, uno de los que mejor envejeció. Contrariamente a la opinión de la mayoría, a mí me gustó más «Carta a una señorita en París» que «Casa tomada». La idea de que alguien vomite conejitos me pareció siempre mucho más original que la indeseable, aunque supuesta, presencia de un desconocido en tu morada (sin ir más lejos, «La construcción», de Kafka, plantea el mismo tema).
  Examinemos, ahora, los últimos tres. Estos libros, como ha quedado dicho, aún hoy integran mi canon personal, canon que incluye, además, a El Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Cervantes, las Soledades, de Góngora, Años y leguas, de Gabriel Miró, Concierto barroco, de Alejo Carpentier, Mortal y rosa, de Francisco Umbral, Palinuro de México, de Fernando del Paso, y Crónica de un iniciado, de Abelardo Castillo. Libros todos de autores que escriben en español, lo cual no es en absoluto una casualidad, puesto que, ya sea por razones vinculadas al gusto, ya sea por exigencias profesionales, de un tiempo a esta parte, solo leo autores de habla hispana.
  Altazor, sin temor a equivocarme, es toda la poesía de vanguardia compendiada en siete cantos, a la vez que un tratado lingüístico y metafísico. La cuestión de la caída, con todas las connotaciones que podamos extraerle, es el eje central sobre el cual Huidobro ensaya este portento poético que seguramente se seguirá estudiando por los siglos de los siglos. Hay versos sublimes en cada uno de sus cantos, por ejemplo, estos del primero: «Todo se acabó / El mar antropófago golpea la puerta de las rocas despiadadas / Los perros ladran a las horas que se mueren / Y el cielo escucha el paso de las estrellas que se alejan / Estás solo / Y vas a la muerte derecho como un iceberg que se desprende del polo / Cae la noche buscando su corazón en el océano / La mirada se agranda como los torrentes / Y en tanto que las olas se dan vuelta / La luna niño de luz se escapa de alta mar / Mira este cielo lleno / Más rico que los arroyos de las minas / Cielo lleno de estrellas que esperan el bautismo». Altazor, en definitiva, es un libro ineludible para aquel que gusta de la auténtica poesía, en donde se constata aquella sentencia del prefacio que dice, para que el mundo al fin entienda: «Los verdaderos poemas son incendios».
  Espadas como labios fue lo primero que leí de Vicente Aleixandre (todavía conservo la edición de Losada que compré en una librería de usados al principio de los noventa) y mi entrada a la enorme poesía de la generación del 27. El libro, de hecho, está dividido en partes, y cada una de ellas está dedicada a un compañero de generación: la primera, a Dámaso Alonso; la segunda, a Lorca; la tercera, a Manuel Altolaguirre; la cuarta, a Luis Cernuda. Sin duda, es una de las mejores expresiones del surrealismo español, junto a Poeta en Nueva York, de Lorca, y Sobre los ángeles, de Rafael Alberti. Aleixandre, a diferencia de estos últimos, decidió continuar en esta línea, y lo bien que hizo. «Oh tú, toro hermosísimo, piel sorprendida, / ciega suavidad como un mar hacia adentro», dice en unos de sus poemas más leídos. Y en otro, no menos celebrado, nos regala esta estrofa decisiva: «Un coro de muñecas / cantando con los codos, / midiendo dulcemente los extremos, / sentado sobre un niño; / boca, humedad lasciva, casi pólvora, / carne rota en pedazos como herrumbre». Ah, la imagen surrealista, astillero de barcos de poesía sin tiempo. Le he dedicado un artículo a Aleixandre, aunque no me acuerdo bien en qué medio se publicó; por supuesto, lo menciono en Leer al surrealismo.
  El Señor Presidente, ya para darle un cierre a mi respuesta, es, a mi entender, la más impactante de las novelas de dictador latinoamericano. Política, hipnótica, lírica y, por lo tanto, perturbadora, esta novela es una colosal apuesta al lenguaje literario, entendido aquí como pasaje al territorio de lo mítico. En efecto, la figura del dictador nos remite al mismo tiempo a Estrada Cabrera, presidente de Guatemala entre 1898 y 1920, y a Tohil, deidad oscura de la tradición maya-quiché. No puedo dejar de citar estas líneas cada vez que tengo la ocasión: «A las detonaciones y alaridos del Pelele, a la fuga de Vásquez y su amigo, mal vestidas de luna corrían las calles por las calles sin saber bien lo que había sucedido y los árboles de la plaza se tronaban los dedos en la pena de no poder decir con el viento, por los hilos telefónicos, lo que acababa de pasar. Las calles asomaban a las esquinas preguntándose por el lugar del crimen y, como desorientadas, unas corrían hacia los barrios céntricos y otras hacia los arrabales». También le dediqué un artículo a este libro.

Devenir111:
  A la hora de escribir… ¿hay alguna práctica que puedas registrar en vos? ¿Qué suele lanzarte a ese acto? ¿Te dejás llevar por su movimiento? ¿Sos de corregir? ¿Cuándo le ponés un punto y a otra cosa? ¿Bocetás ideas para luego volver o no a ellas?
Flavio:
  Soy de los que piensan que escribir es un arte o, mejor, una técnica. Me permito hacer esta distinción, aun sabiendo que las palabras ars y tekné eran equivalentes en la Antigüedad clásica, y si me permito hacer algo así es porque soy consciente de que en nombre del arte se han cometido muchos más desafueros que los que se cometieron en nombre de la técnica.
  Dicho esto, no puedo negar que soy muy cuidadoso con todo lo que tiene que ver con mi escritura, ya sea con lo que debo escribir por encargo, ya sea con lo que suelo escribir por placer, aunque confieso que he llegado a un punto en el cual también siento placer por lo que escribo por encargo.
  Debido a mi actividad, signada principalmente por la redacción de artículos, prólogos e informes de lectura, no creo mucho en la inspiración. Digamos que mi relación con las musas quedó bastante erosionada a fuerza de trabajo. Confío más en el dominio de la técnica que en el dictado de un poder sobrenatural que nos impulsa a escribir palabras sorprendentes. Sí creo en la sensibilidad, en la emoción de orden estético, pero sé muy bien que, sin un mínimo manejo de la tan vapuleada técnica, esa sensibilidad y esa emoción no nos servirán de mucho. «El infierno está lleno de buenas intenciones», dice el refrán, y creo que es válido para el tema que tenemos entre manos. En definitiva, pienso que, si a la sensibilidad, es decir, a la emoción, le sumamos la técnica, obtendremos aquello que se conoce por estilo.
  En mi caso, escribo de un tirón, luego corrijo. Eso es todo. En la etapa de corrección, limpio, normalizo y unifico el texto; es este un defecto profesional, lo admito, pero se trata de una costumbre que ya tengo incorporada, y a la que me resultaría muy difícil renunciar.

Devenir111:
  ¿Te vinculás con otras artes, filosofías o ciencias? ¿Están presentes, influyen en tu escritura?
Flavio:
  «El estilo es el hombre mismo», decía Buffon. Si estamos de acuerdo con esto, creo que es inevitable escribir sin tomar en cuenta todo lo que somos: nuestras vivencias, nuestras lecturas, nuestras ideas. Yo escribo valiéndome principalmente de mi experiencia como lector de literatura, un tipo de lector específico, por supuesto, pues, cuando leo, no puedo quitarme de encima al crítico, al corrector, al asesor lingüístico, etc. Sin embargo, en esta experiencia convergen muchas otras que asimismo me definen. La música, por ejemplo; la filosofía, tal vez, aunque me inclino por los filósofos de escritura literaria, como Platón, San Agustín, Nietzsche, Unamuno o Cioran.

Devenir111:
  Creo advertir que en tu letra —incluso cuando se pone muy «seria»— puede asomar cierto «dejo humorístico». ¿Cómo te llevás con el humor al escribir?
Flavio:
  Muy bien, como no podía ser de otra manera. El humor estuvo presente desde siempre en la literatura occidental (y hablo de la occidental porque es de la única que puedo dar cuenta con un mínimo grado de idoneidad). ¿Quiénes somos nosotros, por lo tanto, para rechazar o censurar su influencia? Claro, el humor literario busca ser más refinado que la burda chanza de taberna. Con esto quiero decir que no sería apropiado poner al mismo nivel la ironía y el ingenio de un Cervantes, un Gómez de la Serna, un Miguel Cané o un Marechal y la gracia efectista de un Jorge Corona. Y no por cuestiones de prestigio, sino más bien por cuestiones de contexto. Corona está muy bien en lo suyo porque no pretende hacer literatura con su humor. Los autores mencionados están muy bien en lo suyo porque el humor que utilizan está siempre supeditado a un contexto mucho más amplio que es el propio hecho literario, la obra, para ser más precisos.
  El humor en literatura siempre es un recurso. La literatura casi nunca lo es para el humorista a secas, y he dicho casi nunca porque, por suerte, hay honrosas excepciones (George Carlin, Les Luthiers, Luis Piedrahíta, por nombrar solo algunos), en las que vemos un tipo de humor muy concreto, basado en juegos de palabras, intertextualidades, secuencias narrativas bien cuidadas y otros tantos «recursos» que podemos encontrar en buena parte de nuestro canon literario. Tenemos, también, el caso de Enrique Jardiel Poncela, una rara avis que, sospecho, habitaba los dos mundos por igual: el de la literatura y el de los humoristas.
  Si alguien quiere leer algo más sobre este tema, recomiendo el ensayo «La historia divertida», de Violette Morin, incluido en el libro Análisis estructural del relato (Buenos Aires, Editorial Tiempo Contemporáneo, 1972), o cualquier trabajo que aborde el concepto de eutrapelia.

Devenir111:
  A mano alzada: trabajar en o ser dueño de una librería; desempeñarse como asesor y corrector literario; dictar cursos, seminarios, talleres; escribir poesía, ensayos, artículos, prólogos… son andariveles distintos del campo literario. ¿Nos contás sobre tus modos de transitarlos, de habitar sus diferencias?
Flavio:
  Nunca me he planteado esta multiplicidad como un problema. Deduzco que la razón que me llevó en su momento a diversificarme de ese modo fue de carácter puramente crematístico. Me encantaría poder vivir solo de mi escritura de creación (de mi poesía, por ejemplo, como soñaba en mi adolescencia), pero me temo que eso es imposible. Ganarme el pan con actividades relacionadas en algún punto con la escritura o con las letras no deja de ser una bendición, más allá de que lo que gane no sea tanto y de que muchas de esas tareas me resulten a veces un poco insustanciales.

Devenir111:
  Pareciera que los medios y soportes tecnológicos rubricaran nuestra vida, la cultura de la época… y quizás también la literatura. ¿Cómo lo pensás?
Flavio:
  El mundo digital nos ha obligado a aceptar la celeridad y la brevedad no solo como aptitudes, sino también como actitudes (incluso morales, incluso estéticas). Desde luego, en estas épocas posmodernas o posthumanas, las tendencias más notorias conviven con prácticas, por así decirlo, más refractarias, aunque a todas luces menos influyentes. Soy de los que prefieren estas últimas, que no necesariamente tienen que estar reñidas con las bondades que ofrece la era tecno-comunicacional que, quiérase o no, estamos transitando. Entre esas bondades, destaco la accesibilidad de ciertos contenidos y la facilidad con la que pueden difundirse otros. Hablo de contenidos culturales, y de cómo nos relacionamos con ellos en la Web.

Devenir111:
  «En la actualidad, los escritores…Ya no luchan por formar parte del vastísimo cosmos literario, sino por tener un lector que les compre los libros que producen, pues se ven a sí mismos como pequeños empresarios del mundillo editorial, aunque sin el conocimiento comercial que sí posee el editor. Hoy en día, los escritores no tienen padre al que matar, así que simplemente se matan entre ellos», afirma, en «Breves consideraciones acerca del parricidio literario», un tal Flavio Crescenzi. Ahora bien, ¿podés contarnos tu visión de la literatura actual, en particular de la argentina, y de su industria?
Flavio:
  El fragmento citado solo explica una parte del problema, pero me temo que el asunto es más complejo.
  La literatura actual está completamente entregada al sistema que en gran medida la articula, un sistema que se estructura, mucho más que en otros tiempos, con arreglo a coordenadas industriales, académicas y mediáticas. El escritor, si quiere incorporarse a este sistema (que se comporta como un artefacto más entre los muchos que ha creado el capitalismo), tendrá que aceptar las reglas que se le imponen desde cada una de las áreas intervinientes, a riesgo de sacrificar su personalidad, su creatividad y su talento. El sistema literario del que hablo también crea camarillas, que parecerían cumplir la función de embajadas ambulantes, desde las cuales se exhibe y se recluta a los autores, que siempre se encuentran hambrientos y sedientos de gloria.
  Trabajo como lector profesional para un par de editoriales y, desde ese humilde y oscuro lugar, puedo ver cómo se repiten patrones y modelos presuntamente exitosos, pero casi siempre carentes de calidad literaria, al menos, de la que uno esperaría encontrar para alimentar cierto entusiasmo. A la hora de escribir mis informes, las observaciones que denuncian de algún modo esto que expreso casi nunca son tomadas en cuenta, pues a los editores les basta con que se les diga si la novela se parece a tal o cual escritor famoso y, por supuesto, vendible.
  En las obras que me llegan para corregir advierto algo parecido, que, si no lo explicité antes, lo hago ahora: imitación del lenguaje audiovisual, en narrativa (que seguramente tiene que ver con lo que planteaba la pregunta anterior); hipercondensación conceptista o turbio coloquialismo, en poesía.
  En fin, como se colegirá de lo dicho, no tengo una opinión muy positiva del estado de las cosas. Lo cual no significa que haya gente que sí trabaje sus textos desde parámetros más confiables, más estrictamente artísticos, pero me consta que no son muchos.

Devenir111:
 ¿La «diferencia sexual» incide en la escritura? ¿Hay en ella —por decirlo así— tonalidades femeninas y/o masculinas?
Flavio:
  Es probable, aunque no debería ser así. En un tipo de prosa ideal, como el que proponía Barthes en El grado cero de la escritura, esas diferencias quedarían anuladas. Si todavía tendemos a imaginar (incluso, a esperar) «tonalidades», es porque, de alguna forma, los escritores se han ocupado de resaltarlas a lo largo de la historia, tanto las mujeres como los hombres, y digo más, tanto las mujeres que han escrito haciéndose pasar por hombres (por ejemplo, George Sand) como los hombres que han escrito haciéndose pasar por mujeres (por ejemplo, Evelyn Waugh, que se llamaba en realidad así, pero se deleitaba con la ambigüedad que su nombre provocaba). Sin embargo, tenemos casos, como los de Mary Shelley en Frankenstein o Virginia Woolf en Orlando, en donde esas marcas no aparecen, lo cual es meritorio si tenemos en cuenta que la escritura que se practica en los dos libros mencionados nunca pretendió llegar a ese hipotético y blanco grado cero (Orlando, de hecho, creo que es una inteligentísima impugnación de cualquier tipo de diferencia en el sentido del que hablamos). En suma, pienso que esas tonalidades —que bien pueden entenderse como subjetivemas— suelen ser impostadas, y si se las emplea (cuando se las emplea), es para justificar un argumento o para apuntalar el desarrollo de la trama.
  Aclaro que no estoy hablando de sensibilidades, que naturalmente deben ser distintas, sino de cómo se plasma el mundo en la escritura literaria, una escritura que, como creo haberlo dicho, no es otra cosa que una ars combinatoria, una rara álgebra de sintaxis y eufonía.
  En poesía, por las consabidas peculiaridades del género, esa diferencia suele notarse mucho menos.

Devenir111:
  Ya que suelen engalanar nuestra revista conspicuos aparceros de “Maldita Ginebra” —entre ellos su mentor Héctor Urruspuru, a quien durante un tiempo acompañaste—, ¿algunas palabras sobre el destacado ciclo de poesía?
Flavio:
  Maldita Ginebra fue muy importante para mí. Sería tonto negarlo. En ese ciclo conocí a la que fue mi primera esposa, presenté mi primer libro de poemas y forjé amistades inexorables (Esther Pagano, Esteban Charpentier, Horacio Pérez del Cerro, Daniel Barroso, Rolando Revagliatti, Bebe Ponti, el mismo Vasco y tantos otros). Fue durante algunos años —fines de los noventa, principios de 2000— un espacio ineludible, casi mi segundo hogar. Solo guardo buenos recuerdos de esas épocas, épocas que coincidieron con las de la Contraferia del Libro, otra gran aventura que contó más o menos con los mismos protagonistas.
  El breve período que acompañé a Héctor en la conducción fue toda una experiencia. Nos complementábamos muy bien: él se ocupaba de mantener vivo el espíritu marginal del ciclo; yo, de aportar un condimento socarronamente intelectual que, entiendo, fue muy bien recibido (sobre todo por la nueva concurrencia). Hay quienes vieron en esto no tanto una enriquecedora complementariedad como sí el preámbulo de una escisión, e incluso la razón de mi posterior alejamiento. Nada más errado. Dejé de frecuentar Maldita Ginebra al poco tiempo de entrar a trabajar como empleado en una librería, puesto que el destino me trajo días después de haberme recibido de Instructor Superior de Lengua y Literatura, y que me obligó a postergar no solo el ejercicio regular de la docencia, sino otras muchas actividades culturales y poéticas por un período considerable, el mismo que duró mi etapa de librero.

Devenir111:
¿Tres libros/escritores que hayas leído últimamente y recomiendes?
Flavio:
  Es difícil, pues leo mucho, y casi todo lo que leo me gusta. Supongo que esto último se debe a que mis lecturas, cuando no me las impone mi trabajo, están orientadas al pasado. Digamos que me he propuesto leer todas las obras relevantes del canon de habla hispana del siglo XX que no pude leer en su momento, y, aunque sé que se trata de una tarea faraónica, me está dando muchas satisfacciones. No obstante, recomendaré tres títulos —un libro de relatos y dos novelas— en los que el cuidado de la prosa se ajusta perfectamente a la originalidad y exigencia de la trama.
  El primero es La sala de espera, del argentino Eduardo Mallea, publicado en 1953. Una perlita en la vasta producción de este escritor impetuosamente olvidado. Confieso que mis prejuicios (prejuicios que se extienden a casi toda la nómina del grupo Sur) me mantuvieron alejado de este autor por mucho tiempo. En mis épocas de librero leí, más por curiosidad que por placer, el ensayo Historia de una pasión argentina y la novela La bahía del silencio, y esas lecturas solo confirmaron mis prejuicios. Por suerte, di con este interesante compendio de relatos enmarcados hace poco, y debo admitir que su contenido me sorprendió gratamente. Mallea nos presenta aquí siete historias independientes, pero conectadas por un ámbito común: la sala de espera de una estación ferroviaria en la provincia de Buenos Aires. Se trata, como el mismo autor lo informa en la nota preliminar, de «una narración poemática», en la que los relatos —todos en primera persona— nos permiten advertir que son, como los mismos personajes que los enuncian, parte de una urdimbre cuyo propósito es bucear en el alegórico y siempre estimulante tema de la espera.
  El segundo es El mar de las lentejas, del cubano Antonio Benítez Rojas, publicado en 1979. Es esta una compleja y sinuosa novela compuesta de cuatro relatos aparentemente inconexos, que, no obstante, remiten a un mismo espacio (el mar Caribe) y a un mismo período histórico (el que va del primer viaje de Colón, en 1492, a la muerte de Felipe II, en 1598). La complejidad de la novela se debe, por un lado, a que los cuatro relatos no son correlativos y, por el otro, a que los registros lingüísticos utilizados varían de relato en relato. Entiendo que El mar de las lentejas forma parte de una trilogía, así que en algún momento me encargaré de conseguir las otras dos obras que la integran.
  El tercero es La razón del mal, del catalán Rafael Argullol, de 1993. La novela transcurre en una ciudad cosmopolita y próspera, como tantas de Occidente; una ciudad sin nombre que, repentinamente, es víctima de una misteriosa epidemia de abulia. A partir de la crónica de este fenómeno que afecta a todos los estratos de la sociedad, Argullol recrea el proceso de descomposición en el que esta se ve inmersa, un proceso que va desde la delación, el temor y la sospecha, hasta el vandalismo, la magia y la superstición. La historia de la restauración de un cuadro sobre el mito de Orfeo y Eurídice morigera la trama, a la vez que la dota de sentido. Al leer esta novela, no pude dejar de pensar en la pandemia, lo que confirmaría aquello tan wildeano de que «la naturaleza imita al arte».
  Aclaro que, para mí, «el cuidado de la prosa» no se limita a ser una recomendación estilística, sino que lo considero una manera —la más elegante, quizá— de introducir elementos propios de la poesía en géneros como el cuento, la novela o el artículo, en especial cuando sabemos que estos se leen más que aquella. «Contrabando de géneros» llamaba a este ardid el gallego Manuel Rivas, dando cuenta una vez más de las concomitancias que existen entre la delincuencia y la literatura.

Devenir111:
 ¿Podrás seleccionar tres extractos (de tres libros de cualquier índole y autor) para a partir de ellos trazar tus comentarios/palabras sobre el disparador de este número de la revista, Silencio?
Flavio:
  Me vienen a la mente unos cuantos, como esos versos de Alfonso Reyes que dicen: «No vale un canto sonoro / el silencio que te oí», una ocurrencia que remeda la famosa música callada de san Juan de la Cruz, o las novelas Tiempo de silencio, de Martín Luis-Santos, y El silenciero, de Antonio Di Benedetto. Pero me limitaré a recordar solamente tres poemas que comparten el mismo título: «Silencio».
  El primero es de Vicente Aleixandre, y pertenece al ya mencionado Espadas como labios: «Bajo el sollozo un jardín no mojado. / Oh pájaros, los cantos, los plumajes. / Esta lírica mano azul sin sueño. / Del tamaño de un ave, unos labios. No escucho. / El paisaje es la risa. Dos cinturas amándose. / Los árboles en sombra segregan voz. Silencio. / Así repaso niebla o plata dura, / beso en la frente lírica agua sola, / agua de nieve, corazón o urna, / vaticinio de besos, ¡oh cabida!, / donde ya mis oídos no escucharon / los pasos en la arena, o luz o sombra».
  El segundo es de Octavio Paz: «Así como del fondo de la música / brota una nota / que mientras vibra crece y se adelgaza / hasta que en otra música enmudece, / brota del fondo del silencio / otro silencio, aguda torre, espada, / y sube y crece y nos suspende / y mientras sube caen / recuerdos, esperanzas, / las pequeñas mentiras y las grandes, / y queremos gritar y en la garganta / se desvanece el grito: / desembocamos al silencio / en donde los silencios enmudecen».
  El tercero es de Pablo Neruda: «Yo que crecí dentro de un árbol / tendría mucho que decir, / pero aprendí tanto silencio / que tengo mucho que callar / y eso se conoce creciendo / sin otro goce que crecer, / sin más pasión que la substancia, / sin más acción que la inocencia, / y por dentro el tiempo dorado / hasta que la altura lo llama /para convertirlo en naranja».
  Los dos primeros adscriben a esa clásica idea que sostiene que el silencio es la antesala del canto, del poema, es decir, el lugar o la dimensión donde se gestan las voces. El último, el de Neruda, da cuenta del silencio desde un lugar no tan positivo, pues lo plantea como una imposibilidad, la siempre trágica imposibilidad de expresarse. Estas dos formas de entender el silencio se repiten, con sus respectivas variantes, en casi toda la literatura. Por un lado, el silencio creador; por el otro, el silencio como imposición (o, si se quiere, como falta).

Devenir111:
  ¿Tres poemas de tu autoría? Los que quieras, por lo que quieras.
Flavio:
  Bueno, elegiré tres que estén vinculados, directa o indirectamente, al concepto de silencio, de modo que no nos alejemos del tema convocante.
  El primero se titula, como los otros tres que anteriormente repasamos, «Silencio», y pertenece al libro la Gratuidad de la amenaza, publicado en 2001:

Ahí está de nuevo 
ese desgarro de pájaros en tu polvorienta garganta que vacila,
ese muestreo de víboras que canta,
que de vuelo a grito aturde los cimientos,
de grito a trueno solitario,
haciendo piruetas y flagelos en el aire,
y el aire es una mancha indeleble en el silencio,
una espuma de cal o de taladros,
que apuesta a los curiosos estallidos de la piel.

  El segundo es el poema XX del libro Íngrimo e insular, publicado en 2005:

ssshh
silencio
que el mar es ahora el único murmullo
y yo su único intérprete con vida
ssshh
silencio
que puede despertar y devorarnos

  El tercero pertenece a La ciudad con Laura, libro publicado en 2012, y se titula «Retorno». Aquí el silencio está apenas sugerido, casi como la antesala a ese regreso triunfal que se evoca en el poema:

entre temblores entre dulces espesuras
urgida de vaivenes y mareos
de hilos que atan lo inefable
volviendo al filo de tu voz que se proyecta
hilo a filo de seda o alfil triste
fijando un punto de mármol en el cielo
moviendo el tiempo de tus besos a mi carne
así volviste

mirando el negrísimo mar que ya se enarca
con un desdén de luna forajida
con un relieve de arena en cada mano
jinete o montura de tu cuello
público templo que en soledad se arriesga
a la faena de ser alma en voz que trina
a recuperar sus propias odiseas
así volviste

siendo rumor de lo que fuiste entre mis brazos
sabor de almíbar en mi lengua
página erguida que busca su palabra
y es más palabra azul que tanta búsqueda
con ojos entregados al asombro
con esos ojos que hablan cuando besan
pan para mi hambre remotísima
así volviste

y volviste sin nunca haberte ido
con eso de fragancia o de postales que tienen los regresos
con tímidos anhelos de gloria en los bolsillos
un sol en cada dedo y un milagro
cuerpo que pasa silbando mi nombre más secreto
tren que hace escala en todas mis certezas
y en cada una suben más con su gran carga
llena de mí para llenarme
así volviste

Devenir111:
  La pucha si el mar avanza: dicen que hoy ya es 19 de enero de 2025. ¿Tres cosas que desees hacer este año?
Flavio:
  No tengo grandes proyectos por delante. Mucho menos en este apocalipsis revelado en que vivimos. Me conformo con poder seguir trabajando de lo mío, escribir, leer y disfrutar de los pocos afectos que me quedan.


Flavio Crescenzi, poeta, ensayista, asesor linguístico y literario nacido en Córdoba (1973). Ha publicado libros y escritos en diversos medios.
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