Gómez Quevedo: «El dibujante»

Antes de empezar voy a detenerme unos minutos a contemplar el cielo porque allí se disipan las dudas (cada pregunta se disuelve en el pigmento que homogeniza las tonalidades); y no es simplemente un capricho cruzando el umbral del closet, tampoco un mero atisbo de ingenuidad; no soy quien para andar apalabrando por deporte (¡De la palabra fueron creados los cielos! ¡Ojo al piojo!) tampoco tengo el talento para bifurcar la excepción a la regla: la sabiduría trasciende a los hombres.

En ese pedazo de tronco que está ahí.. junto a las brasas, podes anidar los glúteos mientras esperamos que se asen los pimientos (con ajo/perejil quedan para chuparse los dedos) después le hincamos el diente como peronista vegano a chori de soja durante el mes de aguinaldo.

¿Sabías que la estrella más cercana está tan pero tan lejos que el tiempo que tarda su brillo en llegar hasta aquí es suficiente como para que esa estrella ya no exista? ¡Que loco! ¿No? También, se corre la bola, que el planeta Tierra es la pupila de Dios Padre Todopoderoso y que ese es el motivo por el cual todavía nos da un changüí… ¿Você gosta de cana de açúcar?

(Concluyó el prólogo estirando el brazo izquierdo y abriendo el puño para mostrar en la palma un trozo, pero el brillo de la alianza me encandiló hasta humedecer la mirada).

– Eu gosto don Alberto si no fuere que tengo la dentadura maldita a causa de las risas socarronas y de una tendencia a la crítica justificada en los astros (respondí a la pregunta y continúe)… Por otro lado, y con todo el respeto del mundo, voy a tomarme el atrevimiento de decirle que ese dialecto mixturado entre portugués cristiano y argentinismos que usted tiene, me hace un poco de ruido. Tenga mucho cuidado con quién comparte sus recuerdos porque mepa que están poniendo palabras, adrede, en su boca que usted nunca dijo ¡El que avisa, no traiciona! ¿Vio?

Don Alberto dejó el machete clavado en la grama junto a la hoguera, restando importancia al chusmerío en su expresión bonachona, se metió el tamaño de un mordiscón de caña en la boca, masticó incesantemente hasta escupir el residuo y sin prisa, pero sin pausa, ahondó los pensamientos en la juventud:

En aquella época trabajaba en una prestigiosa empresa, en el área de diseño, en la capital del estado; con la cual tenía la posibilidad de recorrer el país de norte a sur y desde la playa a los cerros, dormir en hoteles con tantas estrellas como la camiseta de la selección brasilera de fútbol y comer en restaurantes de prima. A esa altura ya era un dibujante excelso (a parte de un hábil carrilero amateur con visión de juego y un guante en el pié derecho… pero eso no viene al caso) tengo el don de las líneas, por mis venas corre carbón y en lugar de dedos me han crecido lápices y plumas, tanto en las manos como en los pies. Pronto comencé a destacarme por sobre la media dentro del ambiente laboral pero, infelizmente, los atrios del templo del alma humana han sido trocados en lugares de tráfico profano; la mayoría de las personas no se detienen en sensiblerías de poca monta pero yo siento un puñal descuajeringándome las tripas con cada violencia domesticada por mi condición; el gusto que tengo por las pechugonas no es avaricia sino la tesis de las tetas como envase del corazón; no supe forjar coraza para lidiar en esta sociedad enraizada en el individualismo; lo esencial no es invisible a los ojos de los que necesitan ver para creer. Me entristecí de tal manera que dibujé una pequeña casa en lo alto de la montaña en la solapa del cuaderno y por unos minutos interminables soñé con vivir en un lugar así, se me perdió la mirada en los trazos, me vi  pastoreando seducido por el fruto, absorbido por el silencio… hasta que un bocinazo acompañado de una puteada me devolvieron al mundo. Renuncié al empleo y con la indemnización compré herramientas de toda índole para labrar madera… como Cristo (que, paradójicamente, murió colgado en un madero).

Varios años después, acomodando el armario de la oficina, observo como, de repente, una trozo de hoja, cortada con regla, cae lentamente haciendo piruetas en el aire y se cobija junto a la pata de la mesa de la compu usando la tela de una araña para cubrirse. Era aquel dibujo que se había traspapelado en el tiempo hasta perderse en el olvido:

En la cima de una montaña de viruta de lápices, una casita de ensueño con chimenea y todo, hasta caminito de piedra rumbo a la puerta tenía y el sol de tiza radiante brillándole el vértice.

Fui corriendo ansioso a mostrarle aquel garabato a mi mujer que pasó veinte abriles esperando ese momento recostada sobre el lienzo y a su enorme corazón aún no le cierra la circunferencia, la primer lágrima de tempera azul brotó de su mirada alegre y luego comenzó a llover a cada instante más copioso apagando el fuego de la hoguera. El perfume de un leve aroma a pimientos asados se mezclaba con el petricor; y, desempañando el vidrio con el puño, observé desde la cocina cómo un joven curioso, intentaba, en vano, deshacerse de un tronco con aspecto de cruz, junto a las brasas.

Gómez Quevedo, escritor, músico, pintor de casas y cocinero de profesión de 37 años, oriundo de Morón provincia de Buenos Aires. Actualmente viviendo en Brasil.

IG: @gomez_quevedo_t3xtos FB: Gómez Quevedo

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