Lara Lizenberg: «Cuerpocasamundo»

(Cuerpocasamundo en Pandemia.)

Hay tantas oportunidades de pensar el cuerpo en psicoanálisis como situaciones donde el espacio se revela construido por el lenguaje.

Se ha dicho sobre la pandemia actual todo lo que pudiera decirse, de lo mejor y de lo peor, con vista a fines: desde que sería una buena ocasión para la valoración de lo importante hasta que nada importa porque la muerte nos llevará más temprano que tarde.

Los futurismos son el pico hincado en la montaña de un escalador sin arnés.

Si hiciéramos un desmenuzamiento paso a paso y libre del pensamiento atolondrado, encontraríamos un muestrario ilustrativo de nociones psicoanaliticas pocas veces expresadas con tanta claridad.

¿Habría mejor situación que una pandemia para pensar el cuerpo?

Si el cuerpo fuera para el Psicoanálisis un conjunto de órganos, o a la luz de la virología un saco con posibilidad de defensas más o menos vulnerables frente a agentes externos, ¿tendríamos algo que decir los psicoanalistas al respecto?

Llámese «virus», «noxa» o «real» (este último estribillo psi con el protagonismo de una fake news), ¿en qué espacio eso se mueve?

La casa, poetizada como lugar cálido de hospedaje amoroso cuando la suerte acompaña, acostumbra a ser para muchos, un mero lugar de pernocte de sesgo levemente más cálido que un motel de ruta.

El transeúnte de las grandes ciudades se pasea por lugares de trabajo y reuniones sociales, lugares para la actividad física o espiritual, más hogareños que el reducto con fines de hogar.

Pero un virus infinitesimal ha traído consigo nuevos códigos, ha significado de manera insólita elementos que parecían indudables.

El motel se hizo bunker, el pecho del transeúnte se licuó mimetizándose con ladrillos en vertical, las manos se extendieron en alto hasta desdibujarse en la bovedilla, los pies, parte de los cimientos.

Su piel se convirtió en metal inoxidable con un coeficiente de dureza superlativo.

Este organismo pueril se bañó en una sustancia más valiosa que el oro, líquido de olor penetrante que entra en las narinas hasta producir pequeñas perforaciones minúsculas en la frente interior.

Las pantallas de alta definición fueron el muro inderribable de dos nuevos mundos.

El del virus infinitesimal en el que imágenes paupérrimas con pretensiones de identikit asemejaron al dibujo de un marciano hecho por un niño y se plasmaron en las escenografías del informativo. Las noticias de una iglesia italiana donde los santos dejaron su lugar para la baulera de ataúdes. Las fosas comunes por miles en territorios longilíneos de Brasil. En la puerta de sus supermercados, los chinos tomando la temperatura a potenciales clientes que dejarían de serlo en cuanto el artefacto (modernísimo) marcara más de 38 grados.

Monos desesperados por hambruna en India, a la espera de algún humano solidario.

Otro mundo el del organismo pueril.

Blanquísimo.

Con perfume de propanol, de sueño profundo, seguro de sí mismo, mirando tras la pantalla lo que podría pasarle pero no le pasa.

Los cambios climáticos no lo afectan porque están, de la pantalla, un poco más allá. Ni los contactos, ni las cercanías impuestas. Ni la imprudencia lo toma desprevenido.

Sus grandes oídos se cierran ni bien el conductor del noticiero dice las palabras clave: “muerte”, “pandemia”, “contagio”. La peor es “contagio”. Pero el organismo pueril sabe que el arsenal de hipoclorito de sodio, el oro-alcohol y el jabón gracias a sus extremos hidrofílico e hidrofóbico, son su inmunidad y que basta llegar al comercio de la esquina para conseguirla en frascos de 200ml a precios desmesurados pero insignificantes para su valor.

Un pequeño picor se estableció en su garganta esta mañana.

Ha tragado todos estos días, incluso,más que de costumbre y su funcionamiento ha sido exacto. El aire pasando por la laringe, un metrónomo. La atención sobre la inhalación y exhalación había sido históricamente nula, hasta la aparición del virus en el planeta y su conversión concomitante, que la habían convertido en una pequeña alarma de funcionamiento inverter.

El picor era un hecho. El organismo pueril sintió multiplicados por millones pequeños corpúsculos con tentáculos pequenísimos , tan multitudinarios que formaban una densidad opaca y estrecha.

Sus extremidades de armadura disminuyeron el tamaño hasta quedar mochas. La piel metalosa fue chapa débil, desintegración, granulado, polvo.

Un color pus. Su aliento pestilente.

Había tenido pulmones. Dolían los pequeñísimos corpúsculos con patas en lo que había sido su atrás, como si el aire entrara por un taladro en los alvéolos. Resonaban latidos y bombeos inubicables.

Miró las pantallas que le contaban la realidad.

Estaban extendidas, dilatadas, estiradas hasta hacerse un bloque con los ladrillos en vertical, el techo, el piso que ya no eran paredes, piso y techo sino veredas, árboles, autos y aire. Proyectaban las imágenes deformadas de países posicionados en lo alto de un ranking siniestro. La iglesia italiana fue parte de las paredes y las tumbas infinitas de Brasil, pozos abiertos a sus pies.

El picor desapareció, aunque no con la certidumbre de haberse ido para siempre.

No hay barbijo para el miedo.

Ni cuerpo que no sea casa, mundo, virus.

Lara Lizenberg, psicoanalista, licenciada en psicología. Docente de «Clínica psicoanalítica», Facultad de psicología, UBA. Docente de posgrado de «Clínica de adultos», en Fundación Tiempo. Supervisora de casos clínicos en Fundación Tiempo. Fundadora de Lacan Big Data.