Hace unos cuantos años, a las once treinta horas de un día limpio y muy frío, el joven de origen vasco Eugenio Echenagucía arribaba en el aeropuerto de Berlín, capital de Alemania.
Era su segundo viaje en avión; el primero había sido a tan corta edad que resultaba imposible guardase recuerdos. Sin embargo durante el trayecto lo irrumpieron fragmentos de imágenes huidizas, de las que eventualmente surgían los rostros de Asier y Elaia, sus padres.
A poco llegar aquel jueves veintitrés de febrero de mil novecientos ochenta y nueve, tomó un micro que lo dejó a dos cuadras de su hotel en Letshojansenberg, una pequeña ciudad de alta montaña conocida por sus pistas de esquí.
Cuatro meses antes, luego de una noche de larga juerga, se asombraba al amanecer en una cama de otro hotel en su Bilbao natal, junto al cuerpo de piel blanca, ojos oscuros y pezones turgentes, de una fina mujercita llamada Luna Orgañaraz.
Ambos concluyeron, sonriendo, que se habían despertado al mismo tiempo.
Y que aquel instante, aventuraba un siempre.
Aun, ella no se sorprendió tanto como él. Lo había seducido la noche anterior, atraída por cierto arrojo cuyo umbral desconocía, por ese halo cautivante de romántico soñador… y por su cabellera hermosamente “enrulada”.
Resulta sencillo describir los aconteceres de inmediato venideros.
Se encontraban con ansiosa frescura los lunes y viernes, puntualmente de diecinueve a seis. Comían, bebían, charlaban embelesados… disfrutando entre sábanas de un goce que se les presentaba, cada vez, como descubierto por ellos.
El segundo lunes del cuarto mes Luna no acudió a la cita ni respondió a los llamados de Eugenio. Tampoco el viernes.
Pero el sábado a las trece horas, sin previo aviso, estuvo allí a la salida de la fábrica donde trabajaba él.
Caminaron en silencio hasta el bar más cercano. Pidieron una cerveza. Ella tomó, hasta apretarla, su diestra mano varonil.
Y mirándolo con un brillo ciego en los ojos le anunció que estaba embarazada.
Eugenio percibió en un golpe la realidad. Rotunda. Inconcebible.
Se preguntó por la calaña o ardid que urdía al mundo, cuyo suelo ya no era tierra firme y parecía hundir el cielo de juveniles quimeras. Sintió también una especie de exaltación, suya y extraña, que adjudicó al encuentro con el destino.
Esa noche soñó que a la sombra de un cubilete damero cierta difusa presencia escribía en papeles del pasado lo que iba a ser su futuro. La siguiente, que la matrix se había perdido y era llevada por la costa a cococha de un manojo de aplaudidores sin manos. Y la otra despertó por el roce de un shofar que le dijo que la vida no respira en Dios, sino en sus nómades desfiladeros errantes.
Lo atravesaron con inusual intensidad la duda, la culpa, la emoción.
Y así fue que decidió abandonarse a la demanda de los hechos, contraer matrimonio y criar al hijo.
Le explicó sí a Luna que lo único que necesitaba, antes incluso de comunicarles la novedad a sus respectivas familias, era concretar el viaje que tenía planificado como fan que era de la práctica del esquí, asistiendo a las siete jornadas de los Juegos Olímpicos de Invierno a realizarse en Alemania la semana siguiente.
Ya en el hotel de Letshojansenberg sus movimientos parecen haber respondido a una lógica cuyas acciones resultaron francamente distintas a las que había pensado. Como sea, no presenció competencia nívea alguna: gastó todo su dinero, hasta el último peso, en un sinfín de putas y cocaína.
Seis noches después, al advertir que luego de chupársela por más de veinte minutos el tipo no reaccionaba, la bonita ramera de ocasión salió del cuarto al pasillo gritando histérica “¡Está muerto, está muerto!”
Enseguida se despertaron los huéspedes de la habitación de enfrente, un matrimonio y sus dos hijas.
Por fortuna el hombre era un avezado doctor en medicina. Quien a poco auscultar con expertiz profesional la materia de los hechos definió los pasos a seguir según se desprendían del estricto diagnóstico:
a) Informarle a la prostituta que tal vez en algún momento ella creyó que el muchacho había fallecido, porque efectivamente había fallecido; b) Que a pesar de la coincidencia entre lo real y su creer, resultaba inadmisible que gritara a esas altas horas de la noche en forma tan desequilibrada; c) Y mucho más inadmisible aun que con ese preciosísimo cuerpito semidesnudo siguiera obligando en él tamaña erección erótica delante de su familia; d) Administrándole por ende una magnánima dosis de levomeprormazina –nozinan-, haloperidol, midazolam y ketamina –enantiómero S-, por vía intravenosa.
(Corresponde aquí manifestar lo muy injusto del cuestionamiento que el periodismo local le propinó en coro al fiscal interviniente en el caso, por haberle tomado declaración a la mujerzuela recién tres días después del episodio: fue sin dudas la eficaz inyección farmacológica la que produjo en ella durante sesenta y pico de horas, el bálsamo psicoterapéutico de su absoluta anulación subjetiva.)
Por otra parte, la noticia del deceso de Eugenio no tardó demasiado en llegar a la región vasca.
Luna logró asimilar la pérdida con notable entereza, guardando un duelo igual a la mudez y el encierro.
Quizás, algo breve.
Dos días más tarde emergió resuelta para abrazarse a Xavi Poquiz, su novio formal desde hacía tres monocordes años y en definitiva progenitor natural de la criatura que llevaba en vientre, enterándolo ahora a él del embarazo en curso.
Al poco tiempo se celebró una boda con panderos y platillos, apresurada, pero bastante similar a cualquier otra. E iniciaron los primorosos preparativos para recibir al niño.
Xavi se impuso a las objeciones de Luna inscribiéndolo oficialmente con el nombre que la tradición de sus ancestros exigía llevase el vástago primogénito: Daniel.
Quien nació con un par de rasgos físicos típicos de los Poquiz y demostró de entrada las mejores intenciones, cumpliendo con creces eso de “traer el pan bajo el brazo”. Sus padres todavía debatían cuál era el mejor lugar para la cuna cuando la importante empresa de comunicaciones donde Xavi se destacaba por su fiel capacidad de gestión, lo jerarquizó designándolo primer gerente de Telefónica Argentina.
De inmediato se trasladaron a Buenos Aires.
Aquí, como familia, llevaron una vida económicamente rebosada en abundancias, esnob, pifiada e infeliz.
A catorce años de haberse establecido en nuestra patria, saliendo de una oficina oscura donde acababa de cerrar un suculento negocio para la empresa y sacrificándose por algo que sabía no era suyo ni recto, Xavi murió ejecutado con dos balazos certeros en el pecho y una inquietante sonrisa gioconda surcándole la jeta.
Meses después, ante el desplome de su valor de cambio, Luna y su hijo fueron arrojados del exclusivo country de Pilar donde residían, a las afueras de mi barrio.
Sin dudas ella tuvo que haber braceado para alcanzar cierta línea de flotación, desde la cual continuó mordiendo con rencor el resto de sus jornadas. Supersticiosa y poco tolerante a las contrariedades del amor, nunca más hizo pareja.
Recuerdo la primera vez que El “Rulo” Daniel, grandulón, ojos pardos, pelo muy laxo, cruzó la puerta del colegio estatal donde yo cursaba el segundo año.
Y supongo que cierta manera foránea, inhábil para pertenecer bien como los otros; cierto estilo oblicuo de habitar ambos la trama social, fue el fundamento de una amistad que no sin altibajos continúa, por mutua decisión, entrañable hasta hoy día.
Al terminar la secundaria transitamos una zona todavía más urbanamente atópica. Vagábamos por la ciudad metiéndonos en todo resquicio, a cualquier hora, noche tras día. Nos distanciábamos, volvíamos a encontrarnos, y así…
El “Rulo” consumía merca a cuatro manos.
Yo también tomaba; aunque a diferencia de él, sentía la imperiosa necesidad de salir con furia a robar de caño. Hábito impulsivo que dejé hace mucho, desde aquella ocasión que me hizo ser otro. Pero eso aquí no viene al caso.
En cierta oportunidad, ya al final de tales años, nos cruzamos cerca de la estación Sáenz Peña. Durante horas caminamos a la vera de las vías del ferrocarril casi sin hablar. Lo percibí tensamente taciturno, como varado en la pendiente de una garganta.
Hasta que me soltó que a la mañana del día del fallecimiento de su padre, lo había interpelado con todas las letras, consultándole por qué a él –sí, a él, Daniel Poquiz; cuyo pelo fue, es y será inapelablemente, lacio- lo llamaban “Rulo”.
Desencajado, Xavi trastabilló frases truncas… Antes de irse le expresó que lo amaba; y que si quería una respuesta a esa pregunta, la interrogara a su madre.
Nunca se animó a hacerlo.
Meses más tarde, siendo las cero cincuenta del primero de enero del año siguiente, luego de brindar en su casa, cuando mi amigo salió por ahí a procurar mandanga, le puse a Luna la 38 en la sien y le dije:
“A tu hijo algo le pesa mal. Así que batime la posta de por qué lo llamaste ‘Rulo’ o te corcheo, imbécil.”
Estremecida, entre sollozos, fue librándose a la palabra. Cuyo texto, junto a la información luego recabada en fuentes judiciales y periodísticas de época, integra el material de construcción del presente relato.
Que aquí publico por pedido tenaz, tozudo -¿alguien dijo vasco?-, de El Rulo Daniel.
Veraneábamos unos días en Costa Azul cuando le conté esta versión de su historia. Y me acuerdo el modo en que todo él, así grandote como es, se extendió espaldas a la arena despanzurrándose de la risa, por larguísimo rato.
A mi juicio, desubicadamente.
Ello –lo aclaro- no me hace socio del club de quienes sentencian con púlpito criterio que está loco.
Por chiflado que esté.
Pues lo que mi juicio no entiende es cómo el hombre puede sentir tanto temor a perder la razón, y seguir casi como si nada al perder la alegría.
En cuanto al hilo principal, jamás cuerdo, los hechos embrollados datan de muy atrás; muchos puentes han pasado sobre el agua.
A esta altura –mis años hoy brotan canas- anoto hasta qué punto conviene aceptar inconsistencias, deslices, errores, trastadas…
Convengamos que el vivir, es cosa rara. No sucede fácil eso de soplar y hacer botellas.
Y que hay diferencias de posición tan decisivas que no pueden verse en una imagen ni ubicarse cuantificando mensuras. En especial, en aquello que se repite.
Como esa indignidad que rechaza hacerse a ser, con la falta que te hace; que al equivalerlas a la muerte, impide crear con las pérdidas, los goces de la vida.
O ese modo tibiopilatos de ir por calles y rutas quejando reclamos a Vialidad Nacional, justificándonos cotidianamente, apelando a La Obvia Razón del Sentido Común, o pidiéndole permiso a UnOtro.
He conocido personas que afirman tener el problema de ser demasiado sinceras y decir siempre la verdad. No me resulta claro qué sería eso. Pero cual si así pretendieran alegar una cruda inocencia ficticia, o autorizar su verborrea irresponsable al mandar fruta batiendo giladas tras cantina.
He conocido personas que afirman sufrir la existencia en el derrotero de descubrir la verdad. Tampoco me resulta claro qué sería eso. Aunque suena pariente a cierta forma sacrificial de consagrarse a sostener al PadreSanto corriendo a las escondidas.
¿Y entonces, amigo?
¿Cómo jugar lo que está en juego?
El asunto, como sea, requiere inscribir a la vez que no hay saber todo, y lo que sí se sabe. Pasaje por lo íntimo y ajeno. Encuentro con otra cosa, sustancial, alguito más allá de la verdad del engaño, del engaño de la verdad.
Digo, en fin.
Giran que te yiran las cavidades del tambor…
Y cuando se vuelven acto disparan, de nuevo, quién es cada uno.
Miguel Ángel Rodríguez, escritor, psicoanalista.
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