El tipo dobló la esquina de la calle Baradero y encaró por Juan Bautista Alberdi a paso normal, en dirección a San Pedrito.
A esa altura de la tarde el intenso mal fluir del tránsito por la ancha avenida adoquinada altera un ruido constante, nervioso, pero más natural que los sufridos árboles en sus veredas desalineadas, que la muchedumbre en cacería de a pie suele esquivar cual absurdos escollos, sonámbula tras la misión de adquirir a precio fenicio un antiguo azulejo inhallable, una novedosa cerámica vip, una cocina donde soñar cierto manjar exquisito, un bidet donde lavarse el culo.
Genéticamente macizo, espaldas anchas y extremidades cortas –petacón-, esporádicas mechas castañas, ojos color mar, tez pachucha, pálida.
A simple vista, nada en él, al caminar por ese tramo de la arteria como tantas otras veces, resultaba extraño. Quizás una tensión microscópica en su marcha, una levísima mueca en el fiasco natal e indecible de su rostro.
Sin embargo, Tal Yosef no era el mismo que fuese durante sus treinta y cuatro años, ni hasta pocos minutos antes.
Difícil que alguien lo sea cuando se dirige decididamente a ser un acto inequívoco, ya sin pensamiento.
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Primero vino su hermana, tiempo después su hermanito. Él, ni el primero ni el último.
Quién fue, lo desconoce, ese que ahora va como a la vera de las vías del ferrocarril que surcaban la villa donde creció devoto, cohibido, huraño, hijo, él, ahora por una calle que no es Ricardo Gutiérrez, ahora, él, que no es exactamente, niño.
Se detiene antes de girar. Espía el panorama. Apoya su espalda sobre la ochava de pared que lo oculta. Prende un faso, él. Ve. Un paquete de Particulares sin filtro arrojado con treinta odios hacia la acera. Quieto ante el cordón, un Renault Dauphine. Un barrilete rojo y negro paseando del brazo de una minifalda tremenda. Una confitería insulsa donde hubo un cine de barrio. Una procesión de camiones. Un manojo de aplaudidores sin manos que lo lleva en andas, a él, perdido, dejado.
Siente arena tras los párpados. Mira el tiempo ceñido en la muñeca. Ya está a tiro de la cerrajería y todavía le sobran un par de minutos. Su padre es una voz aturdidora, incesante. Se dispone, ríe bobo, ajusta torpe el silenciador.
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Lo vio salir del local a la hora de siempre, con esa puntualidad que le había heredado. Esperó que cerrara la persiana antes de avanzar. Conocía el ritual de sus movimientos.
Se acercó a unos pasos al tomar Avenida Rivadavia y más aun llegando a la boca del subte. Anónimo entre el gentío que se agolpa para descender, próximo a la espalda de su progenitor, en el bolsillo diestro del gabán fue su mano la que apuntó la Colt. Apenas si puso el dedo en el gatillo un disparo seco, ajeno, rugió.
La estampida del montón escaleras abajo lo condujo brutalmente hasta el borde del andén.
Por un relámpago, sordo.
Atrás yacía en el huello, pisoteado, el cuerpo muerto de aquel hombre que no se sabe con cuál shofar, le había dado la vida.
Miguel Ángel Rodríguez, escritor, psicoanalista.
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