Los dioses se han marchado, nos queda la televisión. (Manuel Vázquez Montalbán)
El término “Nihilismo”, que a todos nos confunde, designa algo claro y algo brumoso a la vez; la dificultad estriba en que la parte clara es técnica y la brumosa popular, como suele ocurrir con ciertos vocablos rimbombantes. Técnicamente, en efecto, “nihilismo” designa la conciencia de que nuestros discursos, los discursos de los hombres, carecen de justificación en la realidad, puesto que, en verdad, sólo consisten en disposiciones comunicativas que, busquen lo que busquen, lo buscan en el plano exclusivo del “consumo interno” de la humanidad, por decirlo así, o sea, que nos sirven para lo que nos sirven sin que quepa esperar para ellos una mayor trascendencia que ese uso transitorio y particular. En cambio, “nihilismo” en su acepción popular significa varias cosas más, no muy conexas con su dimensión técnica, y todas ellas, en general, aquejadas de un nimbo oscuro, negro como el pecado, como si el nihilismo fuese cosa de ciertas personas o grupos que no creen en nada, o que ansían destruir o autodestruirse, o que quieren sacar a la luz que ya no hay luz… todo a fin, quizá, de amargarnos definitivamente los pocos placeres o alegrías que nos puedan quedar. A este respecto, Woody Allen parodia en Sueños de un seductor a estos nihilistas en particular en el que es mi diálogo favorito (yo no soy muy de Woody, todo hay que decirlo) de toda su extensa filmografía. Vemos a esa chica de aspecto francés en una galería de arte mirando un cuadro abstracto compuesto de vorágine, tinieblas y toda esa materia viscosa y profunda y expresando a la vez lo que siente, o sea, algo así como que el “abismo de la muerte nos absorbe en la noche del sinsentido y nos devuelve al trauma del nacimiento”, bla, bla, cuando el aprendiz de “seductor”, muy cuerdamente, tras echar un vistazo a la monstruosa tela deja a un lado el asunto, que ni entiende bien ni maneja demasiado, se acerca y le pregunta:
“-¿Qué haces el sábado por la noche?
-Voy a suicidarme.
-Ah… ¿y el viernes por la noche?”
Por supuesto, algo habrá que hacer el viernes por la noche. Filosóficamente, asumir el nihilismo no te estropea los viernes por la noche, al contrario: hace que comprendas que los viernes por la noche no están en ningún sentido predeterminados por nada ni por nadie, sino que uno puede libremente establecer qué van a ser para ti los viernes por la noche según te dé la real gana, siempre que los demás te lo permitan, o a pesar de lo que los demás gusten de permitir a su prójimo o no. Pero si lo que eliges para un viernes por la noche es recogerte en casa para ver un rato de televisión, lo más probable es que termines succionado por una especie distinta de nihilismo, un nihilismo, digamos, ultrapopular, no negro sino colorido como el arco iris. Porque a esas horas, los viernes, ponen lo que llamamos “telebasura”, y no hay expresión más radicalmente nihilista de los nihilistas tiempos que vivimos que la telebasura. Incluso si cambias de canal, y te pasa como a Robe Iniesta cuando canta -Extremoduro: La vereda de la puerta de atrás- que “muere a todas horas gente dentro de mi televisor”, no obtienes ni la mitad de angustia nihilista de la que conseguirás sufriendo la experiencia de un programa de famoseo o de crímenes de esos. No obstante, allí, en el fondo del cubo de la miseria social, y aunque no lo parezca, tiene lugar una cierta consciencia del nihilismo en positivo, como apropiación de la libertad absoluta, a la manera nada menos que de un Dostoievsky (“si Dios no existe, entonces todo está permitido”) pero, y eso es lo malo, empleada reactivamente. Los personajes y personajas que concurren a estos aquelarres afirman taxativamente determinados valores en vez de enfadarse y negarlos todos, sí, y en este aspecto, sin duda, puentean en cierto modo la Nada y nos ofrecen un mundo de referencias en las que habitar, completamente frívolas y egoístas, desde luego, pero a la vez firmes y satisfactorias a su manera, hay que reconocerlo, además de lo suficientemente atractivas como para seducir a una gran mayoría de gente previamente amaestrada. Sin embargo, esos valores que se asientan a grito pelao y a menudo en nombre de la autoridad de sus partes pudendas son, si se mira bien, valores tremendamente rancios, y lo curioso es que como tales son queridos: como rancios y por rancios. La telebasura es sumamente post-moderna, sin duda (en ella, en efecto, todo parece estar permitido…), en el peor sentido del término, pero eso permitido se decanta con sorprendente frecuencia hacia la exaltación de lo viejo, de lo bajo y hasta de lo muerto. Como en un juego de videoconsola, el envoltorio futurista encierra y esconde un guion lleno de ruido y furia, sin sentido alguno, y escrito por un idiota –ya se sabe: Macbeth. Y, además, podridísimo, como la Dinamarca de Hamlet…
Quiero decir que si la chica de aspecto francés se queda en casa el viernes por la noche haciendo ventosa en la telebasura, en vez de contemplar ceñuda Arte Contemporáneo, es posible que esa manifestación específica de nihilismo consiga que el sábado decida no suicidarse todavía. Incluso puede que el sábado salga a tomar algo con Woody Allen, después de todo. Eso sí: es posible que entonces esa noche Woody tenga que soportar un discurso acerca de cuáles son sus intenciones, de los anteriores novios y novias, de cuándo y cómo se formaliza una relación, de lo feo que es poner los cuernos (al menos ponérmelos “¡a mí!”), etc. Valores, pues, viejos, rancios y, para muchos de nosotros, muertos. Se trata sólo de un ejemplo: podríamos hablar también de un señorito que posee un cortijo, o de una chica que se compra compulsivamente pieles… todo muy vetusto y cutre, como una representación barata de un mundo definitivamente periclitado. Y, por descontado, es igual de probable que una noche cualquiera sea el hombre el que le endose el rollo a la mujer, o la mujer a la mujer, o un hombre a otro hombre, y demás combinaciones (a la telebasura, claro, le chiflan tales combinaciones, por un morbo también antiguo y rancio), siempre y cuando alguno de ellos consuma telebasura, y muchísima gente en el planeta consume telebasura actualmente, ahora mismo, en este preciso instante. ¿Y qué hay en nuestras denominadas -el azar es a veces chistoso- “cadenas” de televisión que no sea telebasura? Nos guste o no, la telebasura es la mitad de la esencia de la televisión: la otra mitad es la formación y el control de las masas como tales. Cuando algún programa en especial se sale de esta pauta, sentimos que igual podría haber sido emitido por la radio o por cualquier otro formato post-televisivo, con la única salvedad de que tendría mucha menos audiencia. Tenemos, de un tiempo a esta parte, por otro lado, los programas de cocina, de todas las clases y variedades (los más emocionantes, con niños…), además de los muchos minutos que los informativos “serios” o de entretenimiento consagran a pasarnos ricos platos por las narices. Me pregunto si habrá algún gobierno en el mundo al cual la idea de su ciudadanía pensando todas las horas del día en regalarse el estómago -lo cual significa, indirectamente, crear la ilusión de que algo hay al menos de comer- no le haga relamerse de gusto. Además, eso permite a la población ir conociendo a los tipos que en el futuro servirán con gran refinamiento el almuerzo a los Donald Trump del mañana. Entre eso, los millones de chorras haciéndose selfies en todas partes (porque los lugares ya no importan, siempre que en ellos puedas sonreír), el iPhone, la moda, y el fútbol-nuestro-cada-día-dánosle-hoy, pues aquí paz y después gloria.
Y luego están los concursos. Los concursos, al menos, carecen de la infección sentimentaloide de los programas del corazón o de muertes horrendas, pero esa exhibición de personas normales y corrientes en tanto enteramente disponibles para la realización pública de cualquier payasada por un poco de dinero tampoco nos hace ningún bien como especie. Resulta una confirmación, más que un espectáculo. Y cuando tal espectáculo integra el saber, mediante intercambios de preguntas y respuestas de algún nivel aunque de un modo puramente formulario, confirman también en el televidente el presentimiento de que los empollones, en el fondo, desean lo mismo que el resto de los mortales, o sea, plata. En cuanto a los debates políticos, contribuyen muchos de ellos igualmente a enturbiar la mente del espectador, creando ese efecto hipnótico que impide el verdadero análisis supuesto el mayor interés que la escenificación de las presuntas pasiones vehiculadas por las distintas ideologías -los nombres y las caras que en cada momento político parecen significar algo relevante respecto de ellas- tiene para el hombre común. En cuanto a las series, sobre todo las que están arrasando más que las (por ahora) provincianas españolas, creo que son más formato post-televisivo, como cuando las novelas de autor se publicaban por entregas en una revista o periódico, pero luego las sacaban en uno o varios volúmenes. Los fieles espectadores ya saben que no están viendo exactamente la tele, ni tampoco yendo al cine: es otra cosa que se colecciona y revisita en casa para un público netamente adulto. Los reality-shows, por su parte, empezaron con ínfulas de teoría de juegos -eso no era tan mala idea- y ahora ya son telebasura completa, incluyendo ese componente imprescindible a la telebasura que consiste en que el espectador tenga la sensación de participar, opinar y, lo más importante, juzgar. Por último, cuando la televisión programa cine de reciclaje en su horario lo único que hace es atraer anunciantes para los tiempos de mayor relajación del personal, de manera que le entren mejor. Para ello, es preciso que las películas no ofrezcan problemas morales o de interpretación, y a ser posible que sean alegres y/o espectaculares. A la gente nos gustan más ese tipo de películas vistas así que en el video o en plataformas, porque de este modo se crea mayor sensación de comunidad, como si las estuviésemos viendo todos al mismo tiempo…
Pero aquí no estoy refiriéndome a nada de esto, que es obvio, o no especialmente. Lo que quiero subrayar ante todo es que la existencia del flujo ininterrumpido y nada inocente de la televisión salva el alma de mucha gente que, en caso contrario, tendría que dar por sí misma sentido a su vida en un mundo carente de esperanzas colectivas trascendentes. No obstante, se trata de una salvación ambigua, como toda salvación auténtica. Lejos de inventar algo nuevo, la telebasura remite al espectro de un pasado, y lejos de superar el nihilismo, la telebasura lo instala en nuestras casas, con el resultado de hacer de nuestras vidas algo tal vez más soportable y cómodo, pero muchísimo más estúpido y feo. Sin embargo, si de algo podemos estar seguros y apostarnos nuestros escasos ahorros en ello es de que el “telenihil” en general, aunque en competición con los nuevos formatos de entretenimiento por pantalla, tiene un porvenir muy, muy largo, extravagante y fecundo…
Óscar Sánchez, filósofo, escritor, nacido en España donde hoy vive, aborda desde tales campos actualidad, cine, cómic, política…
Correo: tejumn36@hotmail.com
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