Sabino Villaveirán: «El Correntino»

A Jorge Basualdo le decíamos: “El Correntino” no porque hubiera nacido en Corrientes, sino por su parecido con un actor y músico que ocupaba un lugar de reparto en la farándula de entonces. Primero nos hicimos amigos con Alejandro y él se nos sumó enseguida. Con esa naturalidad que tiene la vida a los trece años, en medio de ese placentero dejarse llevar por las olas gratas de un mar que todavía no embravece, nos dejamos flotar sin resistencia y pronto nos atrajo a los tres ese magneto imperceptible y categórico que la escuela oculta de la vista; pero que opera todo el tiempo y pronto fuimos nosotros tres. Yo era el más desastroso, Ale y El Correntino se esmeraban un poco más y retener las nociones les resultaba mucho más fácil que a mí. Creo recordar que el correntino era hijo único y quizás se debiera a eso su carácter tranquilo y hasta sumiso, nunca tuvo que ganarse su lugar a los codazos. No participaba activamente de nuestras travesuras; pero se divertía mirándolas de cerca y le gustaban sus resultados. Estábamos en la edad del pavo, nos reíamos de todo; pero era innegable que a los tres nos daban gracia las mismas cosas, compartíamos el humor y la amistad, las ganas de vernos cada día.
Para la lógica escolar de entonces era preferible ser obediente que inteligente. La inteligencia no tenía gran reputación y quedaba relegada ante la supremacía de la memoria; en cambio todas las indisciplinas escolares se pagaban con amonestaciones. Se castigaba con un entusiasmo inversamente proporcional al del elogio. Había un escalafón de transgresiones a las normas según el cual a cada falta le correspondía una cantidad determinada de amonestaciones que no prescribían, se iban sumando y al llegar creo que a las veinticinco, la fatal consecuencia era que se perdía el año. Las sanciones eran generalmente injustas o arbitrarias y surgían de la necesidad de controlar y encausar comportamientos más que de un afán formativo o altruista, se aplicaban con el único fin de refrenar el ánimo de los alumnos levantiscos e instalar desde temprano en sus conciencias las nociones del castigo. La incorrección más leve era castigada con tres amonestaciones y así proporcionalmente iba subiendo el guarismo hasta alcanzar creo que un máximo de diez, reservadas para las fechorías más ominosas. De más está decir que yo era el que más amonestaciones tenía de los tres. No porque fuera un adolescente por demás insurrecto, sino porque ya en esa época era bastante salame y siempre me pescaban. Ale, no solo era más tranquilo que yo, también era más listo y más rápido para huir de la mirada siempre vigilante de los preceptores y El Correntino era incapaz de meterse en líos, de manera que no corría ningún riesgo.
El devenir del tiempo nos depositó en tercer año. Yo pasé raspando. Tenía dos materias previas y era fija que ese año repetía. Ale y El Correntino tenían su camino allanado merced a su sentido de la responsabilidad y de su esmero en las materias. De manera que todo estaba claro, era una selección darwiniana, después de todo ya éramos unos muchachones bastante espermáticos y debíamos hacernos cargo de lo que nos tocaba. Lo único que se interponía en esa lógica era que al Correntino todavía no lo habían amonestado. Lo charlamos con Alejandro al comenzar las clases y nos prometimos que no iba a terminar el año sin que debutara con las amonestaciones. Así comenzamos a urdir una serie de planes para lograr tal objetivo y nos divertíamos tanto imaginando las situaciones más inverosímiles en las que Basualdo se vería involucrado que dilatábamos su puesta en marcha porque al día siguiente se nos ocurría otro más desopilante. Al cabo de unos meses de clases habíamos armado una lista con diez u once situaciones de las que, estábamos seguros, no podría zafar. Las ordenamos según una lógica creciente de inocencia y todas lo involucraban a él solo. Hubiera resultado muy fácil cometer alguna tropelía juntos y que Jorge cayera en la volteada; pero pergeñar su única presencia en los delitos requería de una planificación más rigurosa y más divertida.
Un día de abril comenzamos con la acción. Su buena reputación como estudiante disciplinado le permitió salir airoso de los primeros intentos, aunque no ileso del todo. Consiguió persuadir al profesor de educación física de su nula participación en el corte del suministro de agua caliente de las duchas del vestuario y al profesor de historia de su inocencia por la captura de sus anteojos que misteriosamente habían desaparecido del escritorio para aparecer entre sus cosas debajo del pupitre. Le resultó más difícil justificar su inocencia cuando en el momento más comprometido de la separación de elementos por método de evaporación se apagó la luz del oscuro laboratorio de química y la profesora resultó con leves quemaduras, por ser él el más cercano al interruptor, lugar al que lo fuimos arreando entre los dos, al cabo de un buen rato. Dada su buena reputación pudo convencer al jefe de preceptores de que no había sido él quien escribió un insulto en la pared de uno de los baños dedicado a un alumno de quinto año que lo agarró a trompadas y le dejó un ojo en compota, pese a que la letra de la ofensa nos haya salido bastante parecida a la suya.
Todos estos infortunios sembraron en su espíritu la semilla de la sospecha. Ya no confiaba tanto en nosotros y dudaba cuando le proponíamos acompañarnos en alguna comisión que se presentase. Nunca se enojó, no hubiera podido hacerlo. Además, nos comprendía, eran las leyes de un juego que solo puede jugarse entre amigos. Entonces comprendimos que todos los intentos serían en vano; pero nunca renunciamos a la idea. Comprendimos que, si queríamos que El Correntino fuera amonestado, tendríamos que serlo nosotros también. Por un tiempo no hicimos ninguna macana para guardarnos amonestaciones para estar a resguardo hacia fin de año y no tener problemas. A comienzos de noviembre yo tenía diez y Ale creo que seis, ya no había peligro.
Hacia fines de noviembre y pese a dos o tres intentos más, El Correntino seguía invicto, así que echamos mano a la primera idea que se nos había ocurrido y que habíamos desechado porque nos involucraba a los tres. Si bien se piensa fue mejor así, no hubiera sido correcto no compartir con él las amonestaciones; al fin y al cabo, éramos amigos.
El primero de diciembre de mil novecientos setenta y cinco amonestaron al Correntino. Yo había llevado a la escuela un petardo, era un fosforito; de los más inofensivos, total iba a cumplir el objetivo sin problemas y su estruendo no iba a significar más de cinco amonestaciones. Durante el segundo recreo nos juntamos los tres al final del corredor al que daban, absortas como estigmas, las puertas de las aulas y mientras comentábamos el último capítulo del Super Agente 86 explotamos el petardo.
La vuelta de la preceptoría fue animada. Lo consolamos entre risas y empujones. Antes de llegar a nuestra aula, él esbozó su primera sonrisa y ya le habían vuelto los colores a la cara.


Sabino Villaveiran, profesor para la enseñanza primaria en la escuela pública, escritortallador y escultor en madera.