Roque Farrán: «Contradicciones»

He escrito recientemente sobre algo que me preocupa mucho: la ausencia alarmante de racionalidad que atraviesa los debates actuales en torno al feminismo, el psicoanálisis, la prostitución, la violencia, los abusos, etc. En el fondo es un problema ontológico afectivo: la dificultad para discernir acerca de qué aumenta nuestra potencia de actuar en común y el primado compensatorio de ideologemas que hacen de cada experiencia particular un absoluto emotivo. Estar juntos sin acallar las diferencias no es solo un problema de táctica y estrategia políticas (en un contexto de avanzada neoliberal autoritaria muy destructiva), sino un problema de entendimiento ontológico afectivo que permita recrearlas coyunturalmente (a las tácticas y estrategias). La inteligencia política es generosa y amorosa, en su firmeza ineludible, si está orientada ontológicamente por lo que aumenta en efecto nuestra potencia de actuar y genera afectos alegres.

Aquí, simplemente, quisiera reponer algunas notas fragmentarias, efecto de ciertas contradicciones y sentimientos encontrados que me atraviesan.

I. Los términos en cuestión y el bien decir

¿Qué diferencia hay en hablar de neuronas o significantes, de espíritus o constelaciones, de fuerzas productivas o ideas, si lo que importa es que uno (se) dé cuenta de que habla y eso es, en verdad, lo que transforma? La diferencia la hace el dispositivo y quien escucha, por supuesto, al devolver el mensaje invertido y hacer notar cómo (se) es hablado; la jerga la dejamos para otras instancias de elaboración y transmisión en las que se vuelve a repetir el problema; pero allí es cuestión de gustos, contingencias y encuentros vitales: a no ser que prime la infatuación y el poder, como imposición de los términos, lo cual es un una gran problema (más bien su obturación). Que cada quien se escuche decir, a media voz, entre esos dichos por lo que es hablado sin saber. Todo el mundo delira, el tema es ser consecuente con la causa que determina el delirio, para poder efectuar la transformación necesaria que apacigüe el malestar; si no hay esa aceptación de la locura ínsita a todo discurso, se corre el riesgo de multiplicar el malestar y su delirio concomitante.

II. La unidad disyunta y lo peor

Asumir que no somos uno sino multiplicidad dispar, y sobre todo: desfasajes entre esas multiplicidades que somos. No hay coherencia absoluta sino honestidad intelectual, poder decir en cualquier caso: allí donde ello era yo advine, respondí, me hice cargo, etc. Esto nos descomprime un poco del ideal sacrificial, la canallada miserable, las sobreactuaciones típicas y las desilusiones recurrentes; pero no previene de lo peor. Podemos decir muchas cosas a nivel ideológico, interpelar, buscar reconocimiento, agitarnos como locos, etc., pero a nivel político quizá apenas podamos organizar algo o formar parte de un grupo de militancia; y a la inversa. También podemos ser muy buenos militantes o funcionarios y mediocres teóricos; y a la inversa. O excelentes docentes y aprendices de amantes; y a la inversa. Podemos escribir libros que marquen o entusiasmen a muchos y de pronto arrojarnos inopinadamente por la ventana, o asesinar, o abusar, etc. No hay garantías de nada en los desfasajes de campo que nos constituyen; y nada peor que fingir unidad o desgarrarse las vestiduras: la unidad real es disyunta y en tensión consigo misma. Apenas podemos admitir una formación ética reflexiva que ayude a distender y nos prepare para lo peor, aunque no lo impida. El modo de responder allí hace la diferencia. Optimismo de la voluntad, pesimismo de la razón, goce del superyó. Si a la clásica fórmula gramsciana no le agregamos las paradojas del superyó, su mandato inexorable a gozar, jamás entenderemos a los que fracasan al triunfar, a los consumidores consumidos, a los que se sacrifican, a los que cuanto peor mejor, a los que asesinan por culpa o se suicidan inexplicablemente. Cuestiones clave a tener en cuenta en todo ethos político materialista.

III. Síntoma y enunciación

Estamos atravesando un momento crucial en el cual se conjugan lo peor y lo mejor de nosotros mismos: notamos que tenemos que cambiar o, muy probablemente, desapareceremos como especie de la faz de la tierra. El discurso de Joaquín Phoenix en la entrega de los Óscar[1] me impactó por varios motivos (incluso si me cuesta conectar con la veta más vegana que expuso): la película por la que ganó el premio (Joker) señala el síntoma social con justeza; él habló además desde el lugar simbólico por excelencia del poder que lo premió, allí desde donde se han construido históricamente sus narrativas formadoras, y fue al núcleo de su lógica: la competencia descarnada, señalando que “no es eso” sino justamente lo contrario: la ayuda mutua lo que nos salva; finalmente, remitió a su hermano, leyó una frase de una carta que él le dejó antes de morir, y casi no pudo seguir hablando. Somos sobrevivientes de un sistema perverso, en el que habitamos, somos cómplices y a su vez quienes podemos transformarlo: ¿quiénes si no?

IV. La paranoia ambiente

El problema del delirio paranoico, subjetividad modélica que hoy parece dominar el mundo, no es que no tenga razón alguna sino que la afirma con tanta fuerza que no deja ninguna alternativa. No quiere saber nada del papel performativo de la idea, del discurso, de la verdad. Así, es probable que gran parte de los temores paranoicos se terminen cumpliendo, según la fuerza de la verdad implicada. Pero ese no es el principal problema, sino la estructura misma que (se) impone sin querer saber. Más que profecía autocumplida es estructura insabida por exceso de conocimiento. Por eso Lacan decía que, aun cuando le pongan los cuernos, es la estructura celotípica del delirante el verdadero problema; lo mismo con la obsesión de los amos del mundo por el dominio de la inteligencia artificial; o los conservadores ultracatólicos que temen por las sucias manos de los pedófilos marxistas sobre sus hijos. Todos esos temores se cumplirán, tarde o temprano, si los paranoicos no hacen más que reforzarlos con sus férreas creencias. Solo una inteligencia materialista que desactive con cuidado las tendencias ineluctables, puede abrir un resquicio para que no suceda lo peor del peor modo. Porque, en efecto, lo que señala el temor paranoico es real, tiene sustento en lo real, solo que ignora la estructura de verdad que él mismo refuerza constantemente sin saber, por su ignorancia y aplanamiento de los medios simbólicos e imaginarios con que se anuda la cosa.

V. Anti-intelectualismo y evangelismo

Una reacción fantasmática anti-intelectual y anti-teórica recorre el mundo, arrastrando a las diversas prácticas (artísticas, políticas, educativas, sexuales, feministas, psicoanalíticas, etc.) hacia el goce oscuro de los discursos de autoayuda, ya sea con tonos cancheros y proactivos, o piadosos y evangelizadores. Los académicos e investigadores también somos responsables de esta deriva empobrecedora de las prácticas, no tanto porque nos falten habilidades comunicativas o divulgativas, sino porque hemos excluido la erótica del campo de transmisión de los saberes, como la radical politicidad que estos entrañan: la formación ético-política de los sujetos. Lo que está forcluido en los modos actuales de transmisión es el deseo, que por eso retorna produciendo acting-outs o pasajes al acto de manera flagrante. La materialidad de las prácticas puede ser reflexionada y pensada con rigor conceptual y honestidad intelectual, siempre y cuando se tramen también los afectos a los que hay que dar lugar y cultivar sin sobreactuaciones.

VI. Prácticas

El punto de partida para un materialista son las prácticas. No las demandas o deseos. Tampoco las disciplinas o profesiones. Ni los sujetos o los objetos. Sino las producciones o transformaciones que se operan entre ellos. Lo que hacemos efectivamente. Es un error suponer que hay sujetos que operan libremente en un espacio liso o vacío. Como también suponer que son (o somos) simples marionetas manejadas arbitrariamente por fuerzas impersonales (u otros sujetos). Lo que hay, en efecto, es un conjunto de prácticas insertas en un todo social complejo, con distintos niveles de organización, instancias y estructuras que nos sobredeterminan. Que haya sobredeterminación muestra a su vez la necesidad y la posibilidad de juego en la dislocación de los mismos niveles e instancias. Porque hay heterogeneidad e irreductibilidad, es que no hay dominio absoluto de unas por sobre otras. Hay inercias, repeticiones y aperturas imprevistas. Las prácticas tienen, pues, dos aspectos en tensión: uno reglado y normativo, otro estratégico y transformador. Tenemos que aprender a situar la especificidad de cada práctica y su enlace sobredeterminado con las otras, en cada coyuntura cambiante, para poder operar transformaciones en el conjunto. No hay garantías respecto a nada, pero una orientación materialista permite actuar al menos con desatino controlado.

VII. La inteligencia infinita

Los amos actuales, quienes tienen el dominio casi absoluto de la infraestructura informática comunicacional que atraviesa nuestras vidas, temen por la inteligencia artificial: el viejo fantasma paranoico de las máquinas dominando a los hombres. No obstante, el límite de nuestro poder de conocimiento sigue siendo el mismo desde que aparecimos como especie sobre la faz de la tierra, y su superación por diversos medios siempre ha dependido de la más simple y ardua tecnología: las técnicas de sí. El problema no es la cantidad de conocimiento que podemos procesar, ampliamente superado por las computadoras, sino el modo de conocer que permite transformarnos en efecto a nosotros mismos. Algo obvio que olvidamos a menudo: informar no es formar, mucho menos transformar la materia que nos constituye. La inteligencia, al igual que el ser, no es una ni múltiple, sino única e infinita; se despliega entre el vacío de una distancia tomada y el infinito de infinitos. Al decir única, como la sustancia real, aludo a la singularidad extrema que exige prestar atención al vacío cada vez; recomenzar siempre de nuevo; despejar y agujerear los saberes ya sabidos; atravesar la multiplicidad abigarrada y captar lo que se abre infinitamente por todos lados. Pero, para no perderse entre el vacío y el infinito, hay que producir un operador de recorrido, algo que haga allí de tercero: un nudo. La inteligencia situada, la inteligencia histórica, la inteligencia del caso y la coyuntura, trama con los elementos que dispone el nudo del tiempo; cuáles sean esos materiales: fonemas, palabras, letras, axiomas, teoremas, figuras, cuerpos, notas, estructuras, organizaciones, etc. La inteligencia no depende tanto de la información o la educación como de esos momentos extraños donde se nos permite captar lo que somos e investir libidinalmente ese descubrimiento vertiginoso; puede ocurrir en cualquier lado y con diversas compañías, raramente se da hoy en las instituciones educativas. No es para desalentarse tampoco; si bien todo parece hecho para desterrar la verdadera erótica del conocimiento y alimentar las peores perversiones compensatorias (pasiones tristes, envidias, acosos y demás), todavía hay resquicios donde habitar y transmitir el deseo de saber en las instituciones; bordes desde donde ejercer esa inteligencia ontológicamente igualitaria que nos constituye, históricamente situada con los elementos justos al caso. Pues, si no fuese así, ¿acaso podrían soportar la vida que llevan?

VIII. Trenzas y gestos

Hace poco, mientras desanudaba la hermosa trenza que le había hecho en el cabello a mi hija su maestra (sin dudas una maestra en el arte de trenzar), pensaba en lo que había estado leyendo para prologar: un maravilloso escrito materialista sobre el Estado que daba cuenta de la complejidad de sus capas superpuestas y términos entrelazados, como si estuvieran vivos, los conceptos; luego leí un post muy atinado de una amiga psicoanalista y feminista que se quejaba de las discusiones que enfrentaban a los feminismos, y yo le señalaba lo que había dicho Barthes: “el poder opera ante todo en el lenguaje”; entonces pensé (también después de leer la maravillosa noticia sobre una física muy joven que no por casualidad estudiaba redes, nodos y enlaces, y decía sentir una “dicha infinita” al poder dedicarse a eso gracias a la beca de Conicet[2]): ¿Por qué no hablar y escribir y pensar tal como hacemos nudos y trenzas, con ese cuidado y esa delicadeza que va alternando los términos, sin que ninguno domine o excluya al resto, unos sostenidos por otros, infinitamente? Eso sería verdaderamente una dicha infinita, pienso, transferida a todas las prácticas, con sus delicadezas y sus rigores propios. No es el lenguaje, las palabras adecuadas o el algoritmo preciso, lo que hará que nos juntemos y apoyemos mutuamente antes del fin; sino los gestos. Gestos de generosidad, valientes y decididos, que permitan ir tramando conjuntamente lo que aumenta nuestra potencia de actuar y perseverar en el ser. Estamos ante una paradoja: ¿cómo decirlo si no es con el mismo lenguaje que traiciona? Solo es posible si el lenguaje se vuelve gesto en la escritura, si se desactiva su poder de sugestión y dominio significativo, si otres captan el gesto que trenza y lo multiplican a su modo. Tenemos que llegar a pensar que somos apenas gestos que se entrelazan y que solo un corte bastaría para desarmarlo todo. Así de frágiles somos, así de potentes también.

IX. Alimentarse de palabras

La poesía no es consumible, pero el consumo tampoco es consumible. El problema es comerse las palabras, o consumir sin hablar. Cada acto tiene un trasfondo político ineludible. Comer es un acto difícil, no solo porque hay quienes se mueren de hambre, lo sé porque he estado cerca de la muerte y me ha costado mucho volver a comer. Pero hablar también es un acto difícil, y también lo sé porque he estado cerca de quienes han muerto por no hablar. Son cosas dolorosas, pero hay que decirlas o escribirlas. Cada vez que hago un asado, por ejemplo, es un acto ritual que me traslada a distintas escenas del pasado y las condensa; no es que le dé gran importancia, pero cada vez es única, singular, irrepetible. Si supiéramos vivir cada acto como si fuese el último, no con urgencia e irresponsabilidad, sino estando allí como desde siempre, en la infinita variación condensada de los tiempos, atravesados de gestos, afectos y pensamientos; si supiéramos, digo, ya no importaría tanto la muerte, no nos afectarían el temor o la culpa, ni las palabras vanas: blablablá, consumismo y qué sé yo; haríamos lo que hay que hacer, conforme al deseo, y punto: poesía, política, amor, ciencia o algo tan simple como sentarse y respirar.


[1] https://www.youtube.com/watch?v=dBRjuNBm81o

[2] https://www.lanacion.com.ar/ciencia/dejo-banco-esta-haciendo-doctorado-fisica-cuarto-nid2332855

Roque Farrán, doctor en filosofía y licenciado en psicología. Investigador Adjunto (CONICET), Miembro del Programa de Estudios en Teoría Política (CIECS-UNC-CONICET).