Sabino Villaveirán: «Campamentos Escolares I»

                                                                                           Tácitamente para Teresita y Alejandro

Los últimos veintiocho años de mi labor como maestro de grado los desarrollé en la Escuela N°8 del Distrito Escolar N°13 (la 8 del 13 en la jerga docente). En uno de los habituales cambios en la conducción, cosa que ocurría muy frecuentemente ya que, dada su complejidad, la 8 es considerada por los directivos como una escuela de paso, en el año 2011, asumió como Vicedirectora una señora muy particular. Autoritaria y campechana, solía generar los más variados sentimientos dentro de la comunidad escolar; pero jamás la indiferencia. De alguna forma misteriosa, quizás merced a nuestra mutua franqueza no exenta de acidez, llegamos a entendernos. Nunca nos quisimos mucho; pero aprendimos a respetarnos; ambos teníamos claro qué era lo que queríamos en la docencia. Al año siguiente nos propone, a un grupo de docentes en que yo estaba incluido, incorporar a la escuela en el proyecto “Campamentos Escolares”  dependiente del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Antes de solicitar la inscripción, quería saber qué nos parecía la idea y si íbamos a solventar la iniciativa con el esfuerzo que ésta conllevaba. Estuvimos de acuerdo y allí fuimos. El proyecto estaba destinado a alumnxs de 4°, 5°, 6° y 7° grado en una secuencia progresiva en cuanto a los días de duración del campamento y el lugar en donde se realizaba. Durante los primeros años, para séptimo grado, que era mi grado, teníamos como destino la ciudad de Tandil, en la Provincia de Buenos Aires y tenía una duración de cinco días y cuatro noches.

 “Campamentos” organizaba talleres de capacitación para docentes en los que presentaban una gran variedad de actividades lúdico-educativas para realizar con lxs chicxs y ya en el lugar, cada grupo contaba con un/a coordinador/a que colaboraba con la logística que se requiriera y acompañaba en las salidas. Además proveía los micros necesarios, los alimentos para las cuatro ingesta diarias, los elementos de cocina y, por supuesto, las carpas, los aislantes, y las colchonetas.

El primer viaje lo realizamos en el año dos mil trece. El contingente de la 8 estaba compuesto por más de sesenta personas entre alumnxs y docentes. La salida desde la escuela, como era dable suponer, fue caótica. Reinaba la ansiedad, las recomendaciones de último momento de las madres para sus hijxs, agregar al bolso un abrigo más, por las dudas y subir al micro todo lo que necesitábamos para la travesía, a saber hojas, marcadores, lápices, el botiquín, etc,etc. No era cuestión de volver a buscar nada. Las dos primeras cuadras se hicieron a paso de persona para que lxs padres/ madres pudieran despedirse adecuadamente de lxs niñxs. Para muchxs era su primera separación por tanto tiempo. Dentro del micro reinaba la algarabía y todxs los chicxs encontraban una buena excusa para levantarse del asiento. Cantaban canciones y reclinaban e incorporaban el asiento o molestaban al que iba sentado adelante. La mitad de los docentes recorría el pasillo tratando de apaciguar el momento mientras la otra mitad permanecía sentada. Al rato cambiábamos y así hasta Tandil.

Ni bien llegados al camping, nos condujeron a nuestro sector. Por suerte nos tocó un lugar amplio que no teníamos que compartir con otra escuela. Constaba de un quincho equipado con cocinas, mesas largas, y una enorme porción de césped donde armamos el campamento. Los baños estaban un poco retirados; pero no tenían duchas. Las duchas estaban en otro baño más  lejano y había que compartirlas con las demás escuelas, por lo que había que turnarse. Lo primero que hacíamos era solicitar la cantidad de carpas que necesitaríamos, organizar, por grupos, su retiro por el depósito, retirar de otro depósito los elementos de cocina y, por último, uno de los momentos más divertidos de la experiencia y el que lxs chicxs más disfrutaban, el armado de las carpas. Cada carpa era armada por sus futuros ocupantes con la ayuda de docentes y coordinador/a. Se disponían en círculo con la entrada orientada hacia el centro, intercalando entre tres o cuatro carpas de niñxs una de docentes. En ese instante nos encontrábamos con la primera dificultad. No todas las carpas estaban completas. Entonces teníamos que pedir y retirar más hasta conseguir todos los parantes, estacas y contravientos necesarios. Muchas veces pasó que una vez armada la carpa descubríamos que los cierres no funcionaban, por lo que había que desarmarla y armar otra, con el inconveniente adicional de que los parantes no correspondieran al nuevo habitáculo, de manera que se reiniciaba el ciclo de búsqueda. Finalmente, al cabo de un rato más o menos prolongado; pero siempre divertido, las carpas quedaban armadas y relucientes. Entonces comenzaba el traslado de las pertenencias que cada niñx consideraba necesario para llevar a la carpa. Tenían que abrir su bolso para sacar el plato, el vaso y los cubiertos (que traía cada quien) para dejarlos en el quincho, con lo cual se producía el primer caos porque se perdía el orden inmaculado que traía desde los hogares y se convertían en un revoltijo de remeras, buzos y ropa interior. Una vez que las carpas estaban equipadas llegaba otro momento esperado por lxs niñxs que era el de meterse adentro. Con el pretexto de acomodar sus cosas entraban a la carpa y bajaban el cierre. Por primera vez disfrutaban de la soledad, esquivaban el ojo escrutador y vigilante del adulto y eran solo ellxs con sus amigxs en un ámbito propio y exclusivo. Su propia porción del mundo. Allí podían hacer y deshacer. Desde afuera escuchábamos risas, peleas, ruidos raros no tan raros, sobre todo en las carpas de los varones. Un grupo de docentes quedaba a cargo del lxs niñxs mientras otro grupo iba a preparar el almuerzo, que casi siempre, el primer día por esto de la llegada y de la acomodada general, consistía en arroz con salchichas y huevo duro; para más de sesenta bocas. Al cabo de un tiempo más bien corto se producía el primer milagro. Lxs chicxs salían solos de las carpas sin que hiciera falta ninguna indicación. Tenían hambre. Habíamos desayunado en la escuela antes de salir; pero el viaje, el aire puro de Tandil y toda la movida del armado tenían la virtud de abrir el apetito. Cuando ya estaban sentadxs a las mesas comenzábamos a servir la comida y antas de sentarnos lxs docentes, nos quedábamos un momento solo mirándolos comer. Momento maravilloso por partida doble, nada nos daba más gusto ni justificaba tanto nuestra labor como ver a lxs chicxs felices y comiendo; y había llegado nuestro primer momento de ocio, que duraba; con suerte, quince minutos.

Después del almuerzo y de que cada niñx lavara sus utensilios, dejábamos una media horita o un poco más para descansar (lxs menores, claro). Podían estar en donde quisieran menos en las carpas, porque resultaba muy probable que entre la modorra que sobreviene luego del almuerzo se le sumara todo el trajín del día, les diera sueño y durmieran una siestita. Eso no tiene problemas en sí mismo; la cuestión es que le resta tiempo al sueño de la noche, con lo cual se duermen más tarde con el consiguiente inconveniente de arrastre que es que al otro día se levantan también más tarde y así sucesivamente. Al tratarse de tantas personas, es importante mantener un régimen de horarios más o menos estricto dado que sería de muy poca factibilidad implementar varios turnos de comidas y de actividades debido al número de docentes por cantidad de chicxs. Si las actividades se diversifican demasiado deberían ir más docentes y eso es impracticable por el funcionamiento de la escuela que quedaba en la ciudad.

Pasado ese ratito de esparcimiento viene la primera actividad fuerte que consiste en recorrer el lugar, buscar puntos de referencia, confeccionar mapas ubicando los distintos sectores del predio y las distancias y caminos que salgan y lleguen al quincho y al círculo de carpas. Esta actividad lleva a la merienda. Por lo general se realiza al aire libre y ya comienzan a funcionar las patrullas que se establecieron previamente. Las patrullas son grupos de niñxs a cargo de un docente, a las que se les asigna una labor por día, rotativa y obligatoria. Un grupo prepara el desayuno, otro limpia las mesas y barre el quincho, otro prepara el almuerzo junto con dos o tres docentes, otro lava los cacharros que se utilizaron, otro prepara la merienda y la sirve, otro vuelve a limpiar las mesas y barrer, otro grupo prepara la cena con otros tres o cuatro adultos, otro lava lo que se usó para cocinar y otro limpia las mesas y barre. Los días subsiguientes las patrullas cambiaban de roles; pero las actividades se realizaban en esa continuidad.

Los días de salidas la rutina cambia completamente. En Tandil teníamos salidas que duraban todo el día. Entonces había que llevar todo lo necesario. La patrulla a que le tocaba preparar el almuerzo armaba los sanwichitos para todxs y los colocaba en canastas, había que llenar bidones de agua (que llevábamos lxs docentes) y lo necesario para la merienda. Estas excursiones eran apoteóticas. Subir la interminable escalinata de la piedra movediza, o serpentear la ladera de la Sierra del Tigre, que demandaba unas dos horas, para hacer el último tramo sin camino, trepando entre las piedras un trayecto de unos cien metros para llegar a la cima, para luego sentarnos a ver Tandil desde arriba, acariciados por el viento diáfano de la pampa húmeda y devorar la merienda con voracidad. La salida a Los Penitentes se hacía de noche porque la sierra quedaba a la salida del camping, de manera que llegábamos y a dormir.

Si no había salida, el día transcurría en el predio. Entre el desayuno y el almuerzo se desarrollaban actividades de recreación que, según las condiciones climáticas podían realizarse al aire libre, a la sombra de las frondosas arboledas o dentro del quincho. Lo mismo entre el almuerzo y la merienda. Después venía el baño general y a esperar la cena. Por lo general era el momento de las actividades tranquilas. Poníamos música, bailábamos, había quienes pintaban o dibujaban, y quienes jugaban al ajedrez, al ludo, al truco o al culo sucio. La cena era nuestro segundo momento de ocio del día. Después de la cena, con lxs chicxs y los grandes exhaustos, encarábamos la última pasada por el baño y a dormir. Un grupo de maestros quedaba a cargo de lxs chicxs, ordenando todo para que durmieran tranquilxs, solucionando conflicto que nunca faltaban y consolando a lxs que extrañaban a sus familias; mientras otro grupo buscaba troncos en los que poder sentarse, y los colocaban en el centro del círculo de carpas. De una manera misteriosa, al cabo de un ratito apenas, se producía una repentina y masiva salida de las carpas. Se les había ido el sueño y muchxs querían ir al baño, otros se quejaban de dolor de panza y otros acusaban alxs compañerxs de habitación de moverse mucho o hablar a los gritos. De resultas de todo esto, más o menos una hora después ingresaba el último chicx a su carpa. Entonces ya podíamos sentarnos en los troncos a la fresca de la noche y oliendo la fragancia del pasto mojado por el rocío. Dentro de las carpas no era todo tan tranquilo. Risas, gritos, y todo tipo de sonidos. Con suerte alrededor de las tres de la mañana comenzaba el silencio. Esperábamos una media horita más para estar seguros de que ya estaban dormidos, y los más cansados de nosotros se iban también a dormir. Algunos quedaban aún otra media horita por las dudas y nos despedíamos hasta hoy a las siete de la mañana.    

Había dos actividades en las que participábamos todxs los contingentes, que estaban buenísimas. Una consistía en decorar el quincho de otra escuela con banderines, carteles y guirnaldas y prepararles la cena. La otra era más interesante. Se trataba de talleres de distinta índole a cargo de los docentes, a los que asistían niñxs también de todas las escuelas. Cada escuela debía asegurar por lo menos dos talleres. El día establecido, se reunía al propio grupo, se les explicaba en qué consistía cada taller y lxs chicxs se anotaban en el que les gustara más. De esta manera se conformaban grupos heterogéneos con alumnxs de todas las escuelas. Yo daba un taller de Kung Fu y Thai Chi. La última noche era el fogón. En un sector del predio destinado a este fin, con un círculo de troncos para sentarse dispuestos alrededor de un círculo menor de piedras, se prendía una gran fogata, se cantaban canciones y las escuelas se obsequiaban regalos confeccionados por los propios alumnxs.

Al día siguiente nos volvíamos. El momento más triste era el de desarmar las carpas. Y el más dificultoso enrolarlas con los parantes y las estacas para que cupieran en las bolsas correspondientes. Esta tarea finalmente quedaba a cargo de lxs docentes. Luego venía la etapa de controlar que cada unx llevara de vuelta a su casa todo lo que había traído al campamento. Siempre faltaba algo; pero siempre aparecía, generalmente en poder de un/a compañero/a de carpa que tampoco se fijaba bien y guardaba todo en su bolso. A poco de salir al micro lo invadía un silencio que dolía. Voces lejanas rememoraban la aventura y se iban diluyendo en el aire cansado del adentro para extinguirse por completo en un instante. Lxs chicx se iban durmiendo poco a poco al arrullo del mismo traqueteo. Un escozor de felicidad nos recorría el cuerpo. Todo había salido bien. Volvíamos todos, tal cual como habíamos salido, solo que más contentos. No hay nada como ver disfrutar a lxs niñxs. Entonces lxs docentes suspendíamos la recorrida por el pasillo, ya no hacía falta. Nos sentábamos en el primer asiento que viéramos vacío  mirando por la ventanilla también íbamos quedándonos dormidos. Era nuestro último momento de ocio del viaje. El primero verdadero. Disfrutar ya habíamos disfrutado.            

Sabino Villaveirán, escritor, tallador y escultor en madera, profesor para la enseñanza primaria en la escuela pública.

Un comentario

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *


El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.