Silvia Lifschitz: «La desobediencia»

Salí de la oficina muy cansada, había sido un día terrible, como casi todos en el último tiempo. No tenía ganas de ir a casa, me sentía extenuada y allí tendría que seguir trabajando. No tenía dudas de que el “hogar dulce hogar” era una fantasía hollywoodense.
Esto no era vida, bien había dicho no sé quién que no solo de pan vive el hombre. ¿Dónde se había concebido este modelo productivo tan desmesurado y descarnado? ¿Habrá existido en alguna época de la humanidad la libertad? No lo creía, en la antigüedad se vivía peor que ahora.
Quería escaparme de mi realidad: de los gritos del loco de mi jefe, del maltrato de mi marido, de la indiferencia de mis hijos. Simulaban quererme cuando me ocupaba de ellos y de sus cosas. Desde hacía un tiempo que me preguntaba si esto era amor verdadero. Sentía que iba perdiendo las fuerzas para seguir remando en las aguas de esta vida. Algunas mañanas se me cruzaba la idea descabellada de desaparecer. Hasta ahora no me había animado a llevarla a cabo. Sentía un nudo en el pecho que me ahogaba. Tenía ganas de gritar, de llorar, de decirle a quien quisiera escucharme, que así no podía seguir. ¿Acaso era invisible? ¿Nadie notaba que me estaba muriendo de a poco?
Seguí caminado desorientada, esos pensamientos me hacían perder el rumbo. Crucé la calle, en la vereda de enfrente había un quiosco y necesitaba comer algo dulce. Elegí un alfajor de chocolate y una coca light; sabía que era un contrasentido, pero era tan fuerte el mandato familiar de cuidar el peso que no lograba deshacerme de él. Me moví sin sentido por el barrio, necesitaba tranquilizarme antes de volver a casa. Ojalá la mezcla de caminata más hidratos de carbono me ayudara a mejorar el estado de ánimo. No podía encontrarme con mi familia así, a la menor provocación por parte de ellos suponía que gritaría tan fuerte que me escucharía hasta el vecino del décimo piso. En realidad, quería vomitar mi malestar, pero era tan sumisa que había perdido las palabras y mi voz para expresarlas.
Doblé sin darme cuenta en la esquina de Arcadia. Me sorprendieron las tiendas nuevas, hacía tanto tiempo que no salía. Me acerqué a unos negocios muy bonitos, su decoración era colorida y alegre. De uno de ellos llegaba hasta la puerta una canción de Fito Páez. La letra me impactó: “vi sus caras de resignación / los vi felices llenos de dolor (…) la melancolía de vivir en este mundo / y de vivir sin una estúpida razón/”. Repetí para mis adentros el vivir sin una estúpida razón. Era eso, ni siquiera tenía un simple motivo para seguir.
Unos metros más adelante había un cine, me aproximé para leer la cartelera, exhibían una película de Igor Rom, el gran cineasta moldavo. Me atrapó el afiche, desde un fondo de un color tenebroso en el que apenas se divisaba una mujer muy delgada, surgían unas letras sutiles que decían: “si te animás a verlo, nunca te vas a olvidar de este film”. Me pregunté por qué me desafiaban de esa manera. ¿Acaso esa imagen femenina casi esquelética insinuaba algo macabro? ¿Qué sería lo que nunca olvidaría?
Miré mi reloj, eran las seis menos cuarto. En la cartelera informaban que la proyección de esta inolvidable obra moldava comenzaría en cinco minutos. Sin pensarlo demasiado, casi como un acto reflejo, me acerqué a la boletería y compré una entrada. La sala ya estaba a oscuras. Me senté en una butaca ubicada en la última fila, quería estar cerca de la salida, no fuera que la película me aburriera y quisiera irme. Le envié un escueto WhatsApp a mi marido, “coman ustedes, llego tarde, besos”. Y, para evitar escuchar sus reproches, apagué el celular. Necesitaba estar tranquila un rato.
La película empezó puntual. Se oyeron algunas toses, siempre era igual, como si la gente quisiera aligerar su laringe antes de la aparición de las primeras imágenes. También eran habituales los consabidos chistidos, el sonido del pochoclo cuando se encontraba con los dientes de la boca que los deglutía, el del líquido ascendiendo por un sorbete, los ruidos molestos presentes en los cines de estos días.
Luego de los títulos y los créditos, el director mostró la primera escena: en una sala de ensayo, una bailarina de danzas clásicas se pasaba sutilmente la mano por los dedos sangrantes de sus pies. Los acariciaba dulcemente, la expresión de la actriz era tan profunda y convincente que pude sentir su dolor.
La joven tenía una edad indecible, su silueta tan delgada y la tirantez de su cabello impedía calcularla. La desazón de su rostro me conmovió, logró transmitirme sus sensaciones. Mientras me preguntaba desde cuándo formaría parte de aquel ballet, entró en escena una mujer de aspecto un tanto maduro. Se acercó a la bailarina y, con un odio apenas oculto, le gritó que era una inservible, que se arrepentía de haberla seleccionado para la obra. Agregó, con una furia que me golpeó en medio del pecho: “¡Cómo le has hecho gastar dinero y tiempo a tu madre! Sos tan débil que me das asco”.
Zinaida, así se llamaba la chica, contuvo sus lágrimas y, como pudo, se incorporó para continuar con la coreografía convenida. Sus zapatillas rosas tenían gotas de sangre. Sentí pena por ella y odio por su maestra. ¡Cuánta exigencia! ¿Tendrían acompañamiento psicológico esas jóvenes? Estaban tan condicionadas a cumplir con un estándar de delgadez que era factible que cayeran en algún tipo de trastorno alimentario, entre otras cosas. ¿Será que los espectadores de ballet, siendo cómplices silenciosos, auspiciábamos esos maltratos en pos de deleitarnos con una puesta excelsa? Solía asistir a esos espectáculos, pero nunca había reflexionado acerca de los sacrificios que debían hacer para participar en una obra, además de la destreza física tenían que ser buenas intérpretes. Me distraje y recordé cuando en una oportunidad un jovencito se resbaló en una puesta del teatro Colón. En aquel momento me avergoncé por los abucheos que recibió. El “selecto” público lo aniquiló, la crítica hizo lo mismo. No sé si luego de ese escarnio el pobre continuó bailando. Volví a sumergirme en la película.
Las imágenes siguientes me encantaron: la chica, harta de los malos tratos, terminada la práctica, se cambió de ropa y en la más absoluta soledad, abandonó el teatro. A pesar de que una amiga le pidió que la esperara, ella se fue sola. Al llegar a la calle hizo algo muy liberador, arrojó en un cesto de basura sus zapatillas ensangrentadas. La cara que puso cuando las tiró fue memorable, una bella sonrisa iluminó su rostro sin edad. La joven dio un saltito y, sintiéndose libre, corrió como pudo hacia un parque cercano. Una vez allí, buscó el camión de comida que estaba ubicado entre los árboles. Pidió la hamburguesa más grande que ofrecían y la acompañó con una gaseosa normal.
Mirando el cielo, con un grito ahogado, dijo para sí misma: “¡Basta de dietas!”. Se prometió que a partir de ese momento dejaría de seguir las pautas que le habían impuesto las maestras, pero, sobre todo, su madre. Vociferó en todas las direcciones que en ese instante comenzaba su campaña de desobediencia: no más disciplinas impuestas por inútiles que no sabían nada de nada. Desde el parlante del food truck sonaba It ain’t over ‘til it’s over de Lenny Kravitz, con esa música de fondo ella continúo diciendo: “A los dos años me dejaron en el jardín de infantes, luego llegó la escuela primaria en simultáneo con la escuelita de baile que me preparó para el examen de ingreso al gran teatro. Posteriormente el colegio secundario y las largas horas de prácticas y ensayos. Nunca probé ninguna de las comidas chatarra que comían mis amigas. Siempre me contaban las calorías, no debía engordar ni un gramo. Es cierto que mi madre hizo un gran esfuerzo y me acompañó en todo el proceso, se lo agradezco. Pero yo no soy ella. Mi cuerpo es mío”.
De pronto me sentí descompuesta, quería que dejaran a esa chica tranquila, ya había obedecido durante toda su vida a esos controladores dominantes. Dije para mis adentros: “Zinaida, rebelate y mandá todo al diablo. No permitas que te sigan lastimando. Sé desobediente, viví tu vida. Seguí a tu ser interior, sé vos misma”.
No soporté continuar viendo la película, me levanté y salí de la sala. Tenía bronca contenida que ya no sabía si era por la chica o por mí. ¿Acaso mi historia no se asemejaba a la de ella? ¿Qué tendría que hacer? ¿Renunciar al trabajo, a mi familia y a aquello que había conseguido con tanto esfuerzo? Sin pensarlo, crucé la calle y entré en Wendy’s como una autómata. Pedí una doble bacon con papas fritas. Igual que la protagonista, siempre cuidé mi peso, nunca me habían dejado comer lo que quería. Primero tuve que soportar a mis padres, luego a mi marido, ahora a mi hijo adolescente. Ellos siempre comieron todo lo que quisieron, en cambio a mí, por causa de mi tendencia al sobrepeso, me obligaron a seguir una dieta restringida. Recapacité si no sería que estaba tan descontenta y de tan mal humor por ese motivo. Quizás antes de tomar una decisión más terminante podría empezar a saborear los alimentos que deseara. Sí, tenía que seguir mi principio del placer.
Después de esos pensamientos y del regocijo que había sentido al incorporar cada bocado de ese delicioso sándwich, me volvió el alma al cuerpo, como decía mi abuela. Me encaminé a mi casa con la desilusión disminuida y una leve esperanza. A lo mejor un poco de rebeldía me salvaba, me dije. Y en ese instante mi pobre cuerpo ignorado hizo un movimiento de gratitud.


Silvia Lifschitz, escritora, nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Es Licenciada en Administración y Contadora Pública (UBA), Consultora Psicológica (Holos Capital), Terapeuta orientada en Focusing (Focusing Institute), Arteterapeuta (Primera Escuela Argentina de Arteterapia). Directora de Redacción de la Revista “Arteterapia. Proceso Creativo y Transformación”. Publicó Pájaros en el pecho (2015, cuentos), Una convención anual (2016, cuentos), La máscara azul (2017, cuentos) y El aire fresco de la vida (2020, cuentos). Su cuento El pequeño elefante obtuvo el primer premio 2017 en el Concurso de Literatura organizado por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de CABA y el cuento La máscara azul, el primer premio 2017 en el XXXIII Certamen Nacional de Poesía y Narrativa Breve «Letras Argentinas de Hoy 2017».

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