Sabino Villaveirán: «Laberinto»

Hace un rato que la noche ocultó por completo la geografía de maderas del patio y lo volvió aparente. Desde la ventana de la cocina es solo un cuadrado negro, infinito y perdurable, sujeto a las leyes de la oscuridad que hacen que todo sea posible. Fue un acto repentino, audaz. Negros nubarrones de tormenta cubrieron el cielo raudamente y la oscuridad precoz se instaló absoluta dejando de lado la habitual pachorra de los anocheceres diáfanos que se producen lentamente, casi con jactancia. Hoy no hubo tiempo para tanta sutileza. Pronto la lluvia urgente se convirtió en un estruendo desparejo de gotas que estallan contra el toldo de chapa y me obliga a levantarme a cada rato para subir o bajar el volumen del equipo de música conforme a su capricho. Si no fuera por la música y la lluvia, mi casa sería un silencio dentro de otro más grande y más atroz en este barrio mudo. Una soledad dentro de otra soledad más prepotente que es el eco que repiten sus calles desoladas.

Hace frío. El viento silba entre las hendijas de la puerta y trae desde la lluvia agua leve disuelta en su sustancia. Más allá del toldo enmaraña las gotas incesantes y convierte a la tormenta en un sobrevuelo de águilas punzantes. Mi conciencia reacciona al ritmo de los aguijones, amplifica en confusión el estrépito de afuera y se estimula de abandono. Se extravía en laberintos peligrosos, en trampas que se bifurcan y se intrincan en pequeñas agonías. Cavilaciones sin contexto, ampulosas maniobras del cerebro que deshilachan la conciencia convirtiéndola en maltrechos perniciosos, en escombros que se arrumban a un costado de la mente y pronto se convierten en escollos con los que tropieza el pensamiento. Movimientos circulares que horadan la razón provocando surcos cada vez más profundos y más oscuros, por donde la pena pasea sin apuro su arrogancia.

Inmóvil, tieso, asisto al fraude. Me dejo atormentar por su eficacia. El vacío invade desde adentro, desde un agujero que se agranda instalado entre la razón y el sentimiento. Entonces los ojos no descubren, la piel no se estremece. La soledad se queda quieta allí donde la detuvo el desconsuelo, la inmutable levedad que espera inerte a que algún otro demonio la esclavice. Soy inocente. No hice nada. Es que es ensordecedor no escuchar su voz por las mañanas. Es muy difícil salir de ese silencio. Representar la dicha cuando sus palabras vienen de tan lejos y esa misma distancia las corrompe, las lastima. Soy inocente. Danzan por mi cuerpo rachas de fantasmas, espíritus inquietos que se alimentan de esperanza y aguzan sus sentidos en busca de un dolor que los traspasa y que licuan en mi sangre. Los recuerdos son tal cual esta tormenta, abruptos, contundentes, duraderos. Erosionan lentamente con violencia. Juegan un juego sucio y desparejo con mi mente confundida. Los rostros del amor se desdibujan, los muertos propios vuelven a morirse, a las esquinas pasadas las adornan ahora fachadas ominosas, mis espejos devuelven imágenes erróneas de seres espantosos. El entendimiento se llena de crueldades, de sospechas. Espionajes a la lucidez encadenada. El cuerpo en vilo a la espera de las fieras que lo acosan desde unas fauces invisibles que coronan figuras clandestinas.     

Mientras tanto el tiempo pasa, solo transcurre fastidioso en su constancia, descomunal, feroz como una rutina hambrienta de caimanes. Ostentando con orgullo su infinidad amenazante en tiempos de congoja, retardando la ira porque sería una respuesta ¡En cambio no hay acción estatua de dolor olvidada en un costado! ¡Manojo de misterios! ¡Si tan solo despertaras! ¡Si tan solo se corriera por un rato el velo eterno! En este desamparo respirar es doloroso y las palabras surgen de un lugar deshabitado. Se van amontonado, sucesivas, en una letanía irreparable en pos de un exorcismo, de una absolución que, de momento, mitigue la ironía de la vida que prosigue como una discontinua progresión de daguerrotipos daltónicos, serviles.           

Misteriosamente, de repente, la lluvia que hasta hace un rato arreciaba envuelta en ráfagas de viento y furia es ahora apenas una reja leve de gotas diminutas. Hace un tiempo que no tengo que levantarme a subir el volumen de la música. Afuera deben mecerse todavía los resabios del diluvio; acaso la niebla se disipe. Las calles me reciben desoladas, como ausentes. Amenazan con tragarme en su artificio de nostalgia. Parecen dormir con parsimonia un sueño interminable, como esas siestas de domingo que se duermen después del amor en buena compañía. Extraño esos momentos infinitos. Uno más uno casi nunca me dio dos. Hay como un silencio entrecortado, como una salvación a media hechura. Tal vez la vibración del inconciente. Una brisa que se convierte de súbito en ráfagas luctuosas. Los pasos de mi sombra rebotan tan lejanos en la noche que sus latidos no me llegan. Se pueden oler los vestigios de la lluvia y ese residuo húmedo se mete por los huesos, los congela. Un perro callejero husmea con codicia el contorno de los tachos de basura. Quizás el arte se congregue, acaso alguna virtud florezca de esta nada. Las copas de los árboles son tumultuosas sombras que se agitan y se retuercen en el desquicio de sus formas. El viento aulla entre sus hojas, entre los pájaros ausentes de sus ramas.    

Sabino Villaveirán, escritor, tallador y escultor en madera, profesor para la enseñanza primaria en la escuela pública.

2 comentarios

  1. Atravesando cada palabra cargada de profundidad este texto logra sumergirnos en la sensación que expresa. Se siente la ausencia….la ventanita de la cocina que refleja todo negro.
    Gracias por compartir
    Nos encantó.

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