Silvia Lifschitz: «El viaje de tus sueños»

Estábamos planeando las próximas vacaciones con Caty, Selma y Andrés. Intentábamos ir juntos, pero no sabíamos si sería posible, las preferencias de Selma y Andrés eran casi siempre opuestas a las nuestras. En esta ocasión, cada uno de nosotros había elegido un destino diferente: una quería el mar, el otro, las montañas, Caty quería ir a Disney y yo tenía ganas de explorar algo que nunca hubiera visto y me sorprendiera. Hacía muchos meses que barajábamos ideas y no nos poníamos de acuerdo. Pensé que quizás cada uno tendría que elegir su destino e ir solo. No estaba dispuesto a ir de viaje a un lugar que no me resultara interesante. Además, la que quería estar con Mickey no tenía que ir a un paraíso terrenal, el que deseaba ver las montañas con sus picos nevados no tenía que ceder para ir a una playa. Sabía que para Selma y Andrés sería más difícil. A pesar de ser una pareja joven, en muchos aspectos se parecían a las de sus padres, tenían que hacer todo juntos, aún a costa de frustrarse y no realizar sus sueños. Por suerte Caty y yo éramos más liberales. Ella sabía que yo no iría a Disney aunque me regalara ese viaje. Era un tema de ideología que no estaba dispuesto a negociar.

Sin embargo, nos empecinamos y continuamos por algún tiempo soñando que viajaríamos juntos. Pasé unas cuantas horas indagando en internet y, ya no recuerdo cuándo fue, encontré un nuevo programa llamado “Viaje anticipado”. Era una buena propuesta, se pagaba con antelación y se obtenían precios mucho más accesibles. Eso sí, era solo para hacer turismo nacional, por lo tanto, no incluía el viaje al mundo mágico de Orlando. Caty averiguó por su cuenta hasta que se convenció de que era una locura, no tenía forma de ahorrar la fortuna que le saldría una semana en el exterior. Abandonó su idea y se quedó expectante, me dijo que acataría la decisión grupal. Entonces, restaba que nos pusiéramos de acuerdo nosotros tres. Por suerte nuestro país era maravilloso y tenía todo tipo de atracciones turísticas: montañas, nieve, mar, viñedos, ballenas, pingüinos, cataratas y muchas cosas más. Escribí en el grupo de WhatsApp la información que había encontrado y les pasé el link. Nos venía muy bien, ninguno disponía de demasiado dinero.

Estábamos muy entusiasmados. Volví a ingresar al sitio web y miré las sugerencias. Los precios eran muy interesantes. En eso vi un cartel que decía “El viaje de tus sueños” y un botón para cliquear. Lo accioné y se disparó un video con una mujer vestida con ropa informal pero elegante, que me proponía que me animara a expandirme, ampliara mis límites y eligiera nuevos caminos para sumergirme en una experiencia única. Pensé si no sería algo de realidad virtual, pero ella, como si hubiera leído mi pensamiento, aclaró que el viaje sería real, a una tierra soñada. También dijo que solo podríamos acceder a aquel lugar misterioso una vez en la vida. Era algo que no se podía repetir. Y terminó su presentación diciendo: “¿Te lo vas a perder?”. En un estado casi eufórico se lo envié a Caty, quizás ella que tenía tantas ganas de viajar a un mundo irreal, esta propuesta extraña le interesaría. También estaba seguro de que ni Selma ni Andrés la aceptarían. Mis amigos eran muy cuerdos y bastante formales. Me agradecieron la invitación y la rechazaron, eligieron ir al sur, allí combinarían las montañas y sus picos nevados con las aguas azules de los lagos. Por suerte, ambos estaban contentos, ninguno sentía que había abandonado su idea para complacer al otro. En cambio, nosotros aún no nos animábamos a hacer la reserva y el tiempo se agotaba: la promoción finalizaba en veinticuatro horas.

Busqué información en diversos foros de viajeros, queríamos saber si alguien había hecho esa experiencia, pero no conseguí nada. Caty recordó vagamente una película sobre una oficina en la que te hacían ir a no sabía dónde y que luego de eso, el protagonista no lograba retornar a su vida. Sentí un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo. No recordaba ese filme, tampoco pude encontrarlo con el buscador, no tenía ningún dato útil. La memoria de mi novia era demasiado efímera para mi gusto. Caty me dijo que tenía un poco de miedo de contratar un viaje con un operador desconocido para ir a un sitio perdido en el mapa. Pero también agregó, esta vez llenándose de valor, que había oído algunos días atrás a una astróloga decir que uno debería ir por los senderos en los que siente miedo, que habitualmente eso que nos asusta es lo mejor para nuestras vidas. Entonces, sumándome a la valentía de Caty, acepté el reto y mandé un mail pidiendo los datos para efectivizar el pago. El precio era muy conveniente, en contraposición, la incertidumbre que nos generaba era tremenda. Sentí que estábamos haciendo un acto de fe. El único problema era que solo había una fecha disponible. Viajaríamos en una semana.

El transcurso de ese tiempo fue un calvario, estábamos los dos muy nerviosos, y hasta quizás, un poco arrepentidos por haber sido tan intrépidos y habernos dejado llevar por una propuesta poco clara. Lo más suave que podría pasarnos era que fuera una estafa. ¿Y si estábamos poniéndonos en riesgo? Ese pensamiento me paralizó. Caty me tranquilizó y seguimos adelante. Finalmente llegó el día esperado, salíamos de Aeroparque. Subimos al avión y vimos las caras de susto que tenían todos los pasajeros, Caty dijo que nosotros nos veíamos igual que ellos. Nos reímos con ganas. Nos llamó la atención que no hubiera niños. Cuando todos los asientos estuvieron ocupados, se presentó la azafata, que era la mujer del video, y nos dijo que ese sería el viaje más feliz de nuestra vida. Esas palabras nos ayudaron a relajar, también el espumante que nos sirvieron. Recibimos un servicio de primera clase a pesar de haber pagado un tique turista.

Luego de un tiempo sin tiempo, aterrizamos. Por la ventana pudimos ver que el lugar era excepcional, divisamos el mar, la playa y palmeras. Nos sonreímos, habíamos llegado al paraíso. Queríamos saber dónde estábamos, pero nadie lo decía. No tuvimos que hacer ningún trámite de migración, pese a que el paisaje se asemejaba al del Pacífico. Nos recibió un hombre muy sonriente que llevó a todo el contingente a un hotel lujoso. Nos registramos, completamos los datos que pedía el formulario, entre ellos, el color preferido. A los pocos minutos tuvimos la primera sorpresa del viaje: nos ubicaron en habitaciones separadas. No solo a nosotros, a todas las parejas. Las expresiones de desconcierto en los rostros de nuestros compañeros eran increíbles, imagino que las nuestras también. Con Caty bromeamos y nos preguntamos si no sería un tour sexual, quizás en cada habitación había un acompañante de acuerdo con las preferencias de cada viajero.

Un empleado del hotel nos acompañó a los varones hasta el vestuario ubicado en el entrepiso. Nos asignó un locker, como si estuviéramos en un club deportivo, y nos pidió que nos pusiéramos la ropa que estaba dentro. No podía creer lo que veían mis ojos: había un boxer celeste, una bermuda, una remera, zapatillas y una gorra, todo de ese color. Me sentí un bebé, me acordé de mi mamá y de su manía por vestirme en ese tono. Giré para ver a los otros hombres, uno estaba de negro, otro de marrón, el de la esquina de verde, el de al lado de azul. El único que parecía un nenito era yo. Nos miramos entre todos y no pudimos contener la risa, no por nuestra vestimenta, sino por los nervios ante lo desconocido.

El empleado, que estaba vestido con un atuendo multicolor, nos condujo a las habitaciones. Se quedó observando que entráramos a ellas. No podía creer lo que veía. Era un cuarto amplio y cómodo, tenía una ventana desde la que se veía el mar. Todo era celeste: las paredes, la cama, la mesa de noche, el sillón, el escritorio, el teléfono, las perchas, las sábanas, el acolchado, hasta las cortinas. Lo mismo en el baño, el jabón y la afeitadora también tenían esa tonalidad. Era increíble. Quise sacar una foto para mandársela a Andrés, pero no tenía el celular, todas nuestras pertenencias habían quedado en el vestuario. La imaginé a Caty y me sonreí, ella había elegido el fucsia. Toda una habitación de ese color era contraproducente. Al menos mi color me permitiría relajarme un poco más. Me tiré en la cama a descansar y noté que no había televisor. Claro, no hubieran podido cambiar los colores de los programas enlatados. Aproveché para hacer una meditación que recordaba de Chopra, la del mantra Om Mani Padme Hum. Si no me equivocaba, era para limpiar las energías negativas y buena falta que me hacía, estaba muy nervioso. Me angustiaba que todo estuviera fuera de mi control.

Dormité un rato, me despertó el golpe en la puerta, era nuestra azafata que me traía la bandeja con la cena, me pidió que la apoyara en el escritorio. Ella no ingresaba a las habitaciones. Me dijo que la primera noche era conveniente que cada huésped estuviera en calma y solo. Asentí con la cabeza pero le aclaré que no creía capaz de lograrlo. Luego, haciéndome el simpático le pregunté de qué color era la comida. Me sonrió diciéndome: “Ya lo verás” y se marchó. La verdad es que no me sorprendió lo que vi: una botella de vino, un wrap relleno, helado y torta, todo de mi color favorito. Sentí que me estaba comiendo una rebanada de cielo.

Me moría de ganas de abrazar a Caty. Su voz serena me tranquilizaría. ¿Cómo sería su universo fucsia? Era un color muy bonito, pero su exceso era empalagoso. Recordé que cuando era chico, mi hermanita había tenido una Minnie con un moño de ese color con pintitas blancas. Quizás mi novia estaba contenta. Por suerte aún conservaba su perfume en mi pecho. Ese aroma me ayudaría a pasar la noche.

Soñé con la práctica de Qi Gong[1]. El maestro nos hablaba con su suavidad habitual del Bai Hui[2], la conexión directa al cielo, a la circulación celestial. Creo que la saturación de celeste me llevó a un lugar hermoso. Caminé un largo rato sobre unas calles mullidas, silenciosas, limpias y solitarias. A cada paso estaba más consciente, percibía todo con claridad, intuía que la apertura de esa puerta me había franqueado el acceso a la sabiduría. Comprendía desde el corazón, sin las trabas ni obstáculos que solía poner mi mente. Si ese era el Paraíso, allí me quería quedar. Le envíe mucha energía a Caty y seguí mi camino. Me sentía un avatar, mi propio avatar. En mi sueño, ese viaje esperado era el que me permitiría acceder a mí mismo, a mi alma. Me desperté abruptamente, sobresaltado, no entendía nada. Encendí la lámpara y una luz celeste me iluminó. Dudé, ¿estaba en el Cielo o seguía en la Tierra?


[1] Cultivo de la energía.
[2] Las cien reuniones: lugar donde se reúnen todos los yin y los yang del cuerpo.

Silvia Lifschitz, escritora, nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Es Licenciada en Administración y Contadora Pública (UBA), Consultora Psicológica (Holos Capital), Terapeuta orientada en Focusing (Focusing Institute), Arteterapeuta (Primera Escuela Argentina de Arteterapia). Directora de Redacción de la Revista “Arteterapia. Proceso Creativo y Transformación”. Publicó Pájaros en el pecho (2015, cuentos), Una convención anual (2016, cuentos), La máscara azul (2017, cuentos), El aire fresco de la vida (2020, cuentos), Que tengas un buen viaje (2022, novela corta). Su cuento El pequeño elefante obtuvo el primer premio 2017 en el Concurso de Literatura organizado por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de CABA y el cuento La máscara azul, el primer premio 2017 en el XXXIII Certamen Nacional de Poesía y Narrativa Breve «Letras Argentinas de Hoy 2017».


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