Silvia Lifschitz: «La máscara azul»

“Nadie se ilumina fantaseando figuras de luz,
sino haciendo consciente su oscuridad”.
Carl Jung

La tarea que la profe nos había pedido, me aburría. Le hicimos saber que no nos gustaba. Pero ella, firme en sus convicciones y devota del contenido del programa de actividades que había escrito a principio del ciclo lectivo, no cedió a nuestras demandas y nos exigió que realizáramos nuestro trabajo. Era una buena mujer, aunque muy poco flexible.

Con muy mala predisposición, comenzamos a trabajar. Nos sentamos alrededor de la mesa, acomodamos los papeles, cintas, alambres y pinturas que necesitaríamos para construir nuestro arte. Era una forma de decir, el mío, poco tenía de creación. No estaba inspirada, ni me esforzaba por hacer nada especial. Como era una alumna obediente y sumisa, puse manos a la obra, lo hacía por obligación, en realidad, no me importaba.

Tomé un trozo de alambre, hice una estructura ovalada, más angosta en la parte inferior que en la de arriba. Puse sobre ese soporte varias vendas enyesadas para darle consistencia y volumen. Luego miré mi trabajo, no estaba tan mal. Aceleré el proceso de secado del yeso con el secador de pelo que nos había prestado la profe.

Después le pegué cintas de papel a la altura de las mejillas. Me asusté, parecía una cara deforme, horrible. Saqué el material que sobraba en la zona de los ojos, le inserté, al derecho un botón verdoso, traslúcido y al izquierdo, unas piedras brillantes. Elegí para pintarla un color que no me gustaba, uno que me parecía desabrido, indiferente, el azul. Le hice un relieve para agrandar los labios, los pinté de un rojo morado, sin pensarlo, se los cosí con hilo. Cada detalle hacía que ese rostro fuera más horroroso. Agregué algunos flecos de papel a los costados, cerca de las orejas, quería darle un poco de aire, sentía que le faltaba oxígeno, esa máscara me estaba asfixiando.

Di un paso hacia atrás, me asustó la expresión de desprecio y reproche de esa cara, la tiré con asco sobre la mesa. El ruido que produjo al chocar contra la madera hizo que mis compañeros me miraran. Ellos se rieron, algunos a carcajadas, le pusieron nombre a la máscara, dijeron que se parecía al Monstruo Radioactivo de una serie de TV. La llamaron “el monstruito de Ana”.

Minutos después, apoyé mi cabeza sobre la tabla dura, descansé solo unos instantes, pero me alteró el sonido de una voz espantosa que salía de la máscara. Me hablaba solo a mí, nadie más podía oírla. Me preguntó en un tono cargado de ira quién me creía que era para jugar con su tristeza y dolor, burlándome de su rostro. Hizo hincapié en que la creación era algo divino, me recalcó que yo era una joven irrespetuosa, jugaba a la Todopoderosa, pero carecía de sentimientos y de compasión. Sus palabras me dolieron, ¿cómo podía hablarme con tanta crueldad?

Todos mis compañeros habían terminado sus máscaras, me pedían que me apurara, pero yo no podía avanzar, tenía tanto miedo. Ese rostro de cintas enyesadas había conseguido asustarme.

Me habló nuevamente, enfatizó que no era su expresión la que me atemorizaba. Como dando un discurso, me dijo que en su cara se reflejaban mis aspectos más ocultos y sombríos, aclaró que por eso sentía tanto rechazo. Luego lanzó una carcajada terrorífica y dijo que mis miedos y bloqueos me impedían verlos.

Gabriel, mi compañero de banco, me preguntó si me sentía bien, dijo que estaba pálida. Comencé a sudar, creí que me había bajado la presión, sin pensarlo, incliné la cabeza hacia adelante y la bajé. La profe, preocupada, se acercó, presionó con sus dedos mi nuca mientras que con su otra mano me sostenía la frente. Loli me alcanzó agua, lentamente me fui estabilizando, me enderecé en la silla y desplacé la horrible máscara lo más lejos que pude. Gabriel, distraído como siempre, la tomó entre sus manos, la miró con atención y se la colocó sobre su rostro. Lancé un grito angustiado, sentí terror. Qué espantoso verla sobre la cara de mi amigo. Era raro, solo a mí me producía ese efecto, el resto de la clase se reía y le hacía chistes a Gaby: “Siempre dijimos que tenías sangre azul”, “Hoy sí que estás lindo”, “Al fin sos simpático”. Él se reía con ganas, le gustaba ser el centro de atención.

Finalmente se sacó la máscara azulada, dijo que estaba muy buena y la apoyó sobre la silla. Ella volvió a hablarme, susurrando me dijo: “Amiga, nadie nos escucha, sos la única que ve mi fealdad y crueldad. Pero, te repito, esta maldad que te disgusta observar en mí te pertenece, es la que vos tenés tapada”.

Me quedé helada, para alivianar la sensación de culpa que esas palabras me habían generado, acaricié su rostro con un pincel cargado de violeta, era una manera sutil de decirle que deseaba su transmutación. Me pareció que no le gustó, oí un gruñido, no entendí el significado, a lo mejor la había lastimado con las cerdas del pincel o, tal vez, era alérgica a los pigmentos de ese color.

Miré hacia todos lados, mi cabeza giraba como un periscopio, no quería que nadie oyera, muy bajito le pregunté a la máscara qué necesitaba. Me contestó, con una voz tenebrosa, que odiaba que la hubiera convertido en un monstruo. Y añadió algo, fue un golpe bien calculado y certero, suspiró y dijo: “Espero que te ayude mirar tu par¬te desagradable, ¿no te das cuenta de que mi rostro no es mío, que representa tus zonas oscuras?”. No entendía por qué seguía repitiéndome lo mismo. No sabía qué contestarle, era muy insidiosa.

Quería saber para qué me estaba diciendo esas cosas. Era una máscara muy simple, realizada a desgano y, con mi falta de destreza para las manualidades, había quedado así de fea. No había sido mi intención que fuera desagradable.

Mis compañeros se pusieron sus máscaras, aguardaban que yo me colocara la mía. Me costaba hacerlo, sentía una fuerza que salía de mi cara, que me impedía ponerme la careta. Estaba muy confundida, la maldita máscara me había asustado, ¿sería verdad que esa monstruosidad era mía?

Haciendo un terrible esfuerzo, me la puse. Me miré al espejo como había dicho la profe, e inmediatamente comenzaron a surgir mis lágrimas, no las podía detener. Eran tantas que brotaban a través del botón y las piedras que decoraban la máscara y tapaban mis ojos. Corrían por las mejillas de la máscara y, a su paso, iban cambiando sus colores. El azul se transformó en un azulino, luego en un azul claro, un lavanda, siguiendo una secuencia de colores rosados: el viejo, el claro, el húmedo, el pálido.

La máscara había mutado, parecía otra, era diferente. Mi llanto tan abundante y copioso había borrado su monstruosidad. Me mantuve frente al espejo, no daba crédito a lo que veía, la imagen se había transformado, ya no era horripilante, ahora parecía vulnerable e indefensa. Oí nuevamente la voz de la máscara, su tono era sentido, creí que estaba conmovida. Su rostro era diferente, menos acartonado, a lo mejor por el efecto de mis lágrimas sobre los papeles y vendas. Me agradeció que hubiera comprendido su dolor, y acotó que era el mío. Me pidió un favor, que a partir de ese momento aprendiera a jugar con todas mis Anas, que las aceptara aunque no me gustaran, porque sin ellas, yo no sería una Ana completa.

La profe me pasó su brazo por los hombros, con mucha dulzura me pidió que me sacara la máscara, me explicó que todos tenemos nuestras máscaras, que de esa manera nos mostramos ante los otros. Me sugirió que me relajara, que a la tarde, en mi casa, hiciera algo que me gustara. Sabía que había sido un momento difícil para mí, me pidió, con mucha delicadeza, que tratara de descifrar el significado de ese símbolo y, dándome un beso, me dijo que, si podía, descubriera y me refugiara en mis lugares más seguros. Añadió que en esa clase habían surgido mis dos extremos, el amenazador y el vulnerable, mi trabajo iba a ser aprender a aceptarlos y bucear dentro de mí para integrarlos.

El relato ganó el primer premio en el XXXIII Certamen Nacional de Poesía y Narrativa Breve “Letras Argentinas de hoy 2017”. Versión corregida para esta publicación.

Silvia Lifschitz, escritora, nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Es Licenciada en Administración y Contadora Pública (UBA), Consultora Psicológica (Holos Capital), Terapeuta orientada en Focusing (Focusing Institute), Arteterapeuta (Primera Escuela Argentina de Arteterapia). Directora de Redacción de la Revista “Arteterapia. Proceso Creativo y Transformación”. Publicó Pájaros en el pecho (2015, cuentos), Una convención anual (2016, cuentos), La máscara azul (2017, cuentos) y El aire fresco de la vida (2020, cuentos). Su cuento El pequeño elefante obtuvo el primer premio 2017 en el Concurso de Literatura organizado por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de CABA y el cuento La máscara azul, el primer premio 2017 en el XXXIII Certamen Nacional de Poesía y Narrativa Breve «Letras Argentinas de Hoy 2017».

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *


El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.