Silvia Lifschitz: «Ocio y disfrute»

En el diario me asignaron la tarea de escribir una nota sobre el ocio y el disfrute. La verdad es que no tenía la menor idea de qué escribir sobre esos tópicos. No era lo mío, justo yo, un periodista especializado en temas de economía y finanzas. Habitualmente estaba tapado de trabajo, pero como muchos de mis colegas estaban de vacaciones, no tuvieron otra opción y me encargaron a mí esa misión casi imposible.

Me dejé fluir para ver qué me traían esas dos palabras. Inmediatamente apareció algo que había leído hacía muchos años y que estaba relacionado con el neg-ocio, la negación del ocio. Si no estaba equivocado, tenía que ver con el turismo. Googleé y encontré el título de un libro escrito por Gettino sobre el tema: Turismo. Entre el ocio y el neg-ocio. Quise explorar sus páginas pero no pude abrir ningún capítulo. Ya no tenía tiempo para comprar el libro y menos aún para leerlo. Debía entregar el artículo al día siguiente. Miré la pantalla del celular, el protector mostraba un gatito tricolor tomando leche. La imagen no me aportó nada, solo me descontracturó ver una escena tan tierna.

Intenté tomarlo con calma, calenté agua, la puse en el termo y me cebé unos mates. Me alenté diciéndome que algo surgiría. Entonces se me ocurrió preguntarme cómo me conectaba con el ocio y el disfrute. Fue en ese momento en el que tomé conciencia de que hacía catorce años que no salía de vacaciones, ni siquiera me había tomado un par de días libres para hacer miniturismo en las cercanías de la ciudad. Mi mundo consistía en trabajar, siempre estaba escribiendo y entregando crónicas para el periódico o artículos que me pedían determinadas empresas u organizaciones. Nuestro país era muy prolífico para generar ese tipo de contenido. Algunos colegas del exterior se admiraban de mi rapidez para asimilar esa catarata de información. Yo les decía que era mi metier. Aunque, viéndolo un poco mejor, observaba que, con todo mi esfuerzo y horas dedicadas a cumplir con mi labor, tampoco había llegado a trascender. Seguía siendo un periodista de segunda línea, nunca me asignaban algo importante, casi nadie me conocía.

Fue muy fuerte darme cuenta de que era un don nadie pese a todo el tiempo que había dedicado a la profesión. Esa revelación me hizo tambalear: me ubicaba en el lugar de un pobre tipo que no se conectaba con los placeres de la vida. Lo único que pude hacer fue salir a caminar, necesitaba refrescar mi mente. Me acerqué a una estación de Ecobicis, agarré una y pedaleé sin rumbo lo más rápido que pude. Necesitaba huir de mi aburrida existencia. ¿Cómo había caído en esta forma de vida y no me había dado cuenta de ello? Desesperado por mi descubrimiento, llamé a Beto y le pregunté qué iba a hacer esa noche. Me dijo que le tocaba ir a buscar a los chicos, era el día que dormían en su casa. Se excusó con un “estas son las cosas de tener hijos”. Caí más profundo en mi triste realidad, no tenía hijos, ni esposa, ni exesposa, ni novia. Tuve que hacer memoria para recordar cuándo había sido la última vez que había salido con Andrea. Me alarmé. Al final era solo un robot, un androide dedicado a laburar. ¡Qué vida de mierda!

Traté de serenarme, no podía ser que el tema de una nota periodística me hubiera hundido en esa incomodidad. No lograba acallar mis pensamientos: me preguntaba cómo había pasado de sentirme un hombre exitoso a un fracasado. No podía ser así, solo por no ir de viaje no iba a etiquetarme como un amargado. Llamé a Zito, él era mi amigo más fiestero y salidor. Reiteré la pregunta que le hice a Beto. El flaco me sorprendió con su respuesta: “Disculpame, amigo, estoy saliendo con una mina espectacular. Hoy voy a cenar y a dormir a su casa. Te aviso cuando pueda verte”. Otro golpe más a mi autoestima. No entendía cómo podía haber sido tan tonto y confundir el éxito con trabajar a más no poder de lunes a lunes. Intenté no atragantarme con mis lágrimas y enfilé rumbo a Palermo. Aposté a que el verde me ayudaría, alguien en el periódico había mencionado una terapia llamada Baño de bosque. Lo poco que había entendido era que sumergirse en un lugar arbolado ayudaba a disminuir el estrés y a mejorar la salud y el bienestar. Era justo lo que necesitaba.

Intenté concentrarme en el camino, estaba tan distraído con mi tema que no quería sufrir una caída ni lastimar a nadie. Traté de armar una estrategia, repetiría aquello que siempre me funcionaba: buscar información en internet, leer los últimos informes o ponencias y de ellos extractar contenido para mi publicación. Pero mi cerebro no paraba de maquinar que yo no tenía idea de qué era el ocio y menos aún el disfrute. Me dije que lo primero que haría sería buscar en el diccionario de la RAE el significado de esas palabras. La obligación que tenía me había alterado, parecía que me había tocado mis fibras más íntimas, cuestiones no resueltas, inseguridades infantiles.

Los árboles no lograron calmarme. Era domingo y casi no había gente sola, la mayoría caminaba, corría o hacía ejercicios en grupo. Me sentí un paria. Me volví a cuestionar el sentido de mi existencia. Intenté no filosofar y solo me propuse nombrar un lugar donde me gustaría ir de vacaciones. No pude mencionar un solo destino. Recordé que un compañero del diario me había enviado el link de una noticia publicada sobre un crucero swinger, con un texto que decía: “Nacho, buscate una amiga y vayan a divertirse”. El chiste no me había causado gracia, me había parecido muy desubicado. Se me ocurrió que quizás habría un barco para solas, solos y soles. Por suerte mi practicidad se impuso, me dije a mí mismo: “Dejate de joder y empezá a escribir. Tenés poco tiempo para hacer algo razonable”. Busqué una confitería tranquila, dejé la bici en un punto cercano y me senté con la intención de trabajar. De pronto me conecté con imágenes de mi niñez. En aquellos tiempos sí que era feliz. Mis padres nos llevaban todos los años a las sierras. Cada día una aventura diferente, papá era un experto en organizar travesías por las sierras, remojones en arroyos, caminatas entretenidas, partidos de fútbol. Él parecía un chico más. Jugaba con nosotros e inventaba unos relatos fantásticos increíbles. Narraba muy bien, nos regalaba historias que hacían que nunca nos aburriéramos. En cambio, mamá era la especialista en juegos de mesa. Muchas veces ansiábamos los días de lluvia para quedarnos en la casa y jugar al pictonary, el scrabble, al monopoly o el que ella hubiera comprado. ¡Era tan divertido!

Tomé el jugo de naranja regodeándome en esos recuerdos. Terminé la bebida y llamé a mi padre. Estaba tomando un café con mamá. Le pregunté si podía ir a almorzar con ellos. El viejo se puso contento, casi nunca pasaba tiempo con ellos. Estaba perfilando el artículo: “¿Se disfruta del ocio?”. Pensé que para mis padres era fácil conectarse con la diversión, ellos ya no tenían obligaciones laborales, ni trabajos que entregar ni hijos que atender. En cambio, yo tenía muchísimo trabajo y apenas me quedaba tiempo suficiente para dormir. Me hizo ruido en la cabeza ese pensamiento, sabía que mamá iba a destrozarlo en segundos. Pero estaba dispuesto a escuchar sus argumentos. Los míos no eran muy sólidos, ella solía decir que para muestra bastaba un botón. Y ese botón era mi magra existencia, una vida vacía de emociones, de aventuras, de placeres. Decidí cortar por lo sano, si seguía en esa línea, solo lograría deprimirme.

Mamá estaba encantada de que hubiera ido a visitarlos. Preparó algo rico con los ingredientes que tenía. Y así lo hizo, la tarta de zucchinis estaba exquisita, y la ensalada también. Terminado el almuerzo, pasamos al living. Ellos tomaron té verde chai, yo preferí un café. Busqué el anotador dentro de la mochila y les conté el encargo del diario. Los dos, casi al unísono, exclamaron: “Qué buen tema” y lanzaron carcajadas al ver la expresión de mi cara.

­­­—Hijo, no pongas esa cara, te encomendaron una tarea que a vos te parece faraónica, pero es algo tan simple disfrutar de la vida y del ocio. Me alegra que te haya tocado a vos ese tema —dijo mamá.

—Yo vivo en modo disfrute: todos los días salimos a caminar con tu madre, una vez a la semana juego al tenis con mis amigos, vamos a un cine club. Ahora estamos viendo la retrospectiva de Almodóvar. Los jueves nos dedicamos a pasear y a jugar con los nietos. Nos divertimos tanto con Mati y Jose. Y muchas cosas más, no tengo tiempo para aburrirme —dijo papá.

Argumenté que ellos podían hacerlo porque ya no trabajaban y, además, eran unos privilegiados porque tenían jubilaciones que no eran paupérrimas. Mamá me respondió que eso era cierto, pero agregó que había muchas actividades culturales y artísticas gratuitas. En ese momento me enteré de que ella estaba aprendiendo a pintar con sus amigas en el taller de una pintora que no les cobraba, lo hacía por el placer de enseñar y por la gratitud de la compañía. Además, cada tanto iban a algún museo de la zona. También agregó que una vez por semana tomaba una clase de danza consciente, que le hacía muy bien.  Seguí insistiendo que la clave estaba en que les sobraba el tiempo. Entonces mi padre saltó:

—Eso no es cierto. Mirá a tu hermana: es una profesional exitosa, tiene su propio negocio, dos hijos chiquitos, un marido, amigas y parientes. Pasea, va al teatro, viaja con su familia, anda en bici con los chicos. ¿Acaso a ella “le sobra el tiempo”? —dijo enfatizando las últimas palabras.

­­—Tenés razón, parece que el único que desaprovecha la vida soy yo —dije compungido.

—No digas eso, Nacho. Creo que por alguna razón te eligieron para que escribas sobre esto. Puede ayudarte a rever la forma en la que estás viviendo —dijo mamá.

Pasé la tarde con ellos. Fui a mi cuarto juvenil ahora convertido en una especie de escritorio. Saqué la notebook y empecé a escribir. Los dedos iban más veloces que la mente. En menos de una hora había escrito el cuerpo del artículo, solo restaban algunos detalles. Me senté en el sillón y dormité un rato, me despertaron las risas de mis sobrinos que, corriendo hacia mí, se me tiraron encima. Hacía mucho que no los veía. Estaban muy grandes, no entendía cómo había podido perderme en una vida tan solitaria y aburrida. Nos abrazamos con mi hermana y, muy entusiasta, me contó sus nuevos proyectos y aventuras. Merendamos todos juntos y nos reímos como cuando éramos niños.

Me dijo que nuestros padres le habían contado la conversación que habíamos tenido. Estaba a punto de decirme algo cuando recibió un mensaje. Se disculpó por tomar el teléfono, pero nos explicó que el marido pasaría a buscarlos en unos minutos. Me miró y se sonrió.

—Nacho, es tu día de suerte. Mi amiga Carolina me acaba de mandar un flyer del nuevo curso que va a dar: cuatro clases sobre el cine de George Lucas. A vos te va a encantar. Ya mismo le respondo que yo no puedo ir pero que vas a ir vos —me dijo.

—Pará, ¿qué días va a ser? No tengo mucho tiempo disponible —dije y sentí las miradas de mis padres atravesándome los ojos—. Está bien, está bien, voy a ir.

Mi hermana me reenvió el mensaje. Leí el programa del curso, era interesante. Me shockeó leer la frase final:

“La vida es una obra de teatro que no permite ensayos. Por eso, canta, ríe, baila, llora y vive intensamente cada momento de tu vida antes de que el telón baje y la obra termine sin aplausos”. Sir Charles Chaplin.

Despedí a mi hermana y a mis sobrinos y volví al escritorio. Utilizaría esa frase para cerrar la nota. Volví al living y se las leí a mis padres. Ambos la elogiaron y me felicitaron. Mamá fue a la cocina a buscar el mate, buscó las colaciones cordobesas que le había regalado una amiga y me dijo que a partir de ese momento me llamaría: “Nacho el creativo disfrutador”. Le tiré un beso con la mano y agarré el celular para avisarle a mi jefe que en un rato le enviaría el brevísimo ensayo.

Me sorprendió la nueva imagen del protector de pantalla. Mi jefe tenía razón, esos aparatitos del demonio oían todo lo que decíamos. ¿De qué otra manera podía estar mostrándome un dibujo tipo maqueta de un crucero en la que aparecía un piano de cola, un bello camarote y una ruleta? Deseé que esa imagen se transformara en realidad. Esperaba que tanto cuestionamiento e intensidad emocional me hubiera ayudado a despertarme, a reencontrarme con mi verdadero ser, con aquel que disfrutaba de la vida y de los afectos.


 Silvia Lifschitzescritora, nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Es Licenciada en Administración y Contadora Pública (UBA), Consultora Psicológica (Holos Capital), Terapeuta orientada en Focusing (Focusing Institute), Arteterapeuta (Primera Escuela Argentina de Arteterapia). Directora de Redacción de la Revista “Arteterapia. Proceso Creativo y Transformación”. Publicó Pájaros en el pecho (2015, cuentos), Una convención anual (2016, cuentos), La máscara azul (2017, cuentos) y El aire fresco de la vida (2020, cuentos). Su cuento El pequeño elefante obtuvo el primer premio 2017 en el Concurso de Literatura organizado por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de CABA y el cuento La máscara azul, el primer premio 2017 en el XXXIII Certamen Nacional de Poesía y Narrativa Breve «Letras Argentinas de Hoy 2017».

Un comentario

  1. Me encantó. Es un enfoque de la vida muy común, el de «no ocio, no disfrute» y todos, o casi todos caemos en él. Me gustó el estilo fresco, liviano y a la vez, llega directo a la conciencia.

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