Había una vez… ¿Por qué siempre los cuentos empezaban con esa frase? Sin dudas me había levantado con el pie izquierdo. Era demasiado temprano para hacerme una pregunta que no sabía si era idiota o profundamente filosófica. Fui hasta la cocina, me preparé un expresso, agarré unas galletas marineras y me senté en el sillón. Me resistí a leer los titulares de los diarios, no quería deprimirme más, con la tristeza que sentía era suficiente.
Prendí la tele y continué viendo Dark, la última temporada no tenía desperdicios. De repente apareció una imagen que me atrapó, era un automóvil circulando por una ruta rodeada de nieve. Una fuerza extraña me llevó a pararme frente a la pantalla. No podía creer lo que estaba viendo: mi cara reflejada en el espejo retrovisor izquierdo. Le pasé la mano a la pantalla del Smart, quise borrar mi imagen, pero no lo logré. Pensé que todavía estaba dormida, claro, estaba soñando que conducía en Alemania. La serie me había hipnotizado. Me entregué al juego de Morfeo, o al menos eso creí. Pero Pina, mi bella Pina, me sacó de ese estado. Bajó con energía del sillón, se ubicó muy cerquita de mí y comenzó a aullar. Era un sonido ancestral, como si su instinto de loba se hubiera hecho visible. Me asusté, no entendí por qué se comportaba así. Ella era muy dulce y tranquila.
De pronto vi cómo me iba acercando a una cueva, que más que cueva era un pasaje. Me prometí que nunca más iba a mirar ese programa antes de dormirme. Mientras tanto, Pina caminaba desde el living al balcón, se quedaba unos minutos ahí y aullaba a la luna. Fue entonces cuando observé que la proyección de la sombra de las varas de San Jorge se movía al ritmo del aullido, pero no las hojas de la planta. El escenario era siniestro. Me pregunté qué estaba sucediendo. Se me ocurrió la absurda idea de subirme a la cinta caminadora, era la única forma en la que podía comprobar si estaba despierta o sumergida en un sueño profundo.
Elegí el programa más lento, quería ser prudente. Caminé unos pasos y sin que hubiera pulsado ningún botón, la cinta empezó a deslizarse a mayor velocidad. Pina, en un estado alocado, salto a mi lado y comenzó a correr conmigo. La luz de la luna se filtró por la ventana, su reflejo le otorgaba un perfil aterrador a dos cuadros que colgaban de la pared, esos que había comprado en Japón hacía algunos años.
Estaba exhausta, asustada, sedienta. Quise bajar de la cinta pero el botón para pararla no respondía. Pina, tan agotada como yo, saltó al piso y fue a acostarse al sofá. Tenía ganas de llorar y gritar, por favor basta. ¡Quería despertarme!
Empecé a contar, quizá si lo hacía del cien al uno, lograba cambiar el clásico sentido que tenía el conteo para inducir el sueño y me despabilaba. El corazón me latía a un ritmo desenfrenado. Decidí imitar a mi perrita y tomando coraje salté de la cinta, con tanta mala suerte que caí sobre el piso a lo largo. Me desperté muy dolorida, no entendía por qué estaba acostada en medio del living. Una voz en mi cabeza resonaba: “Había una vez una mujer que viajaba en un auto por las rutas de Alemania…”.
Silvia Lifschitz, escritora, nació en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Es Licenciada en Administración y Contadora Pública (UBA), Consultora Psicológica (Holos Capital), Terapeuta orientada en Focusing (Focusing Institute), Arteterapeuta (Primera Escuela Argentina de Arteterapia). Directora de Redacción de la Revista “Arteterapia. Proceso Creativo y Transformación”. Publicó Pájaros en el pecho (2015, cuentos), Una convención anual (2016, cuentos) y La máscara azul (2017, cuentos). Su cuento El pequeño elefante obtuvo el primer premio 2017 en el Concurso de Literatura organizado por el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de CABA y el cuento La máscara azul, el primer premio 2017 en el XXXIII Certamen Nacional de Poesía y Narrativa Breve «Letras Argentinas de Hoy 2017».
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